Los recuerdos de fin de junio nos hacen ver que están una junto a la otra en la vitrina. Son del mismo tamaño, están hechas de los mismos materiales y surgieron de la misma matriz. Es más, son réplicas “idénticas” de un mismo y único objeto cuyo desdoblamiento, material y simbólico, representa dos momentos de una curva de tiempo. Cualquier observador extranjero, poco enterado de nuestros avatares históricos, dirá que son exactamente iguales, y si es muy escrutador, como mucho, reparará en que un dígito cardinal las diferencia.
La mirada nativa, sin embargo, sigue viendo refulgir una de las réplicas de la Copa FIFA mientras que la otra permanece sumida en una profunda opacidad. Es como si, a través del filtro del imaginario popular, en la que dice 1986 la pelota se pusiera a girar y todo se llenara de fútbol, de juego, de color y de fantasía en los pies de Maradona; mientras que la otra permanece copa, ominoso cáliz de sangre irredenta que sostiene Passarella en blanco y negro. Los 40 años de la dictadura del 76 y los 30 de México 86, con sus números redondos, a través de los correspondientes recordatorios y celebraciones parecerían ahondar la grieta, bien adentrados en el nuevo siglo.
La diferencia, la grieta, si se sigue esta línea de pensamiento, se abre a partir de las significaciones que se desprenden de las fotos de la entrega de la Copa antes que de las copas mismas. Sin embargo, la intensidad de la diferencia se quedó del lado del fútbol. Tan marcada, que costó percibir que la cultura popular argentina a partir del año 76 sufrió un trastrocamiento, un cambio de signo que persiste hasta nuestros días: la pasión futbolera se volvió política, religiosa… Así, Pasarella parece lucir charreteras y Maradona, alas.
Quizás haya llegado el momento de repensar la pertinencia de ciertas taxonomías y casilleros de la memoria colectiva y de impartir otra justicia poética y deportiva. Al escrutar las fotos y compararlas, entonces, no hagamos foco en los capitanes de la Selección; detectemos, mejor, a propósito de los aniversarios, presencias y ausencias del otro lado de la copa…. Miremos en los palcos primero, y luego redistribuyamos las cargas emocionales.
FOTO 1. Buenos Aires, 1978. Daniel Passarella recibe la copa de manos de Videla, a quien acompaña el gran ganador político de entonces a propósito del Mundial: Emilio Massera, el triunviro más sangriento de la dictadura 76-83 y el que más sonríe en la foto, pensando que acaba de dar un paso decisivo en su proyecto imperial: el pasaporte a la guerra con Chile por las islas del canal de Beagle.
A la derecha de Massera, Joao Havelange, presidente de la FIFA, que asistía al primer Mundial organizado en su gestión. Y a la derecha del brasileño, Carlos Alberto Lacoste, vicepresidente del EAM78, el lugarteniente privilegiado de Massera, “el milico peronista” que participó del comité de Copa en tiempos de López Rega y el único miembro de ese comité que permaneció en el EAM78, una maquinaria de corrupción, crímenes y propaganda totalitaria, con ribetes hitlerianos y estalinistas.
FOTO 2. México DF, 1986. Diego Maradona recibe la copa de manos de Conrado Storani. A su derecha, Joao Havelange y más allá, autoridades de FIFA y de la organización del Mundial sin mayor relevancia para la sociedad argentina.
El ex ministro de Salud y Acción Social fue el único argentino presente en el palco de autoridades de México 86 por obra y gracia de Raúl Alfonsín. Por lo obvio y porque éste forzó a Julio Grondona, sin importarle las reacciones corporativas, a que le quitara el aval de la AFA y de la Conmebol a Lacoste, como vicepresidente de FIFA, quien debió renunciar al cargo en 1984. De este modo, Alfonsín no sólo le regaló la posteridad al compañero de ruta con el que integró la fórmula que perdió la interna radical de 1972: evitó que la pelota de Maradona se manchara y que se repitiera la presencia de Lacoste en las dos fotos de la mayor gloria futbolística argentina.
Decenas de películas, libros, documentales de TV y producciones especiales de medios impresos y digitales explotaron a fines de junio en homenaje a los 30 años de la conquista de México 86. La imagen de Maradona saltando en el aire, tras el primer gol a Inglaterra, contrasta –por su fuerza intrínseca, pero también por la historia que la precede y la refuerza– con la de Gatti en pantalones largos, como testigo de una de las últimas nieves de primavera que cayeron en 1976 en Chorzow, Polonia: la del 24 de marzo, la que se convirtió en la imagen con la que este año tantísimos medios volvieron a ilustrar la evocación del comienzo de la más militar de todas las dictaduras argentinas, cuando la Selección se encontraba de gira por Europa del Este.
El fútbol, convertido en metáfora de la Argentina toda, se llena en exceso de pasiones extradeportivas a la par que exporta sus “patologías”.
Desde el Mundial 78, la discusión de fútbol, la única más o menos permitida en aquellos tiempos, se fue cargando de una dramática intensidad política y religiosa que persiste hasta nuestros días y que, probablemente, sea una de las causas –eficientes y no mentadas– de que, por ejemplo, no pueda haber público visitante en los estadios argentinos. Y por qué no, un origen de que la cultura del aguante se haya convertido en un patético y tétrico pasaporte cultural de la argentinidad simplificada, que se ha vuelto patente en el Messixit, tras la Copa América Centenario.
La pasión futbolera desmadrada, exacerbada y dicotómica nos envuelve y nos desborda desde hace demasiadas décadas. “Maradona o Passarella”, “Bilardo o Menotti”, “Maradona o Messi” se convirtieron en consignas duras, una suerte de “patria o muerte” de café. Como con tanta lucidez señaló Julio Velasco, el DT de la selección de vóley, “las ideologías mueren pero las reflotamos en el deporte”.
La crispación de los argumentos se ha llevado a un extremo casi ridículo, que convirtió a los matices en rígidos dogmas de iglesias más rígidas aún. Así, el offside ofensivo y el mantra de los tacos y los lujos superfluos del fulbito fueron credenciales de progresismo químicamente puro; mientras que poner cinco defensores, marcar hombre o considerar que “2-0 es el peor resultado” se convirtieron en artículos de fe de la inquisición modernista, que repite que Bilardo estaba 20 años adelantado, que el que no es campeón es un fracasado y que todo se resume a la quimera del resultado como programa deportivo.
Así vemos a Simeone culparse a sí mismo, ¡porque un jugador pifió un penal! Y a los actuales jugadores de la Selección, renunciar a seguir compitiendo, ¡porque los pifiaron ellos! Pero también escuchamos a Ángel Cappa, en el paroxismo de la interpretación teológica de la gambeta, que suelta muy liviano: “Decir que Guardiola fracasó y Simeone triunfó solo puede ser en un contexto absolutamente confundido y perturbado por la ideología dominante”.
La denuncia de un volante de marca como si se tratara de un cómplice del nazismo o la lapidación de un enganche porque le robaron una pelota que terminó en gol de contragolpe, pasaron a ocupar el centro de la escena. Estas discusiones mistificadas perduran treinta y pico de años después y todavía impiden una aproximación crítica con cabeza fría. Para poder observar las dos fotos, por caso. De hacerlo, se repararía en que, tanto en la de 1978 como en la de 1986 hay un fuerte hilo conductor, una presencia “integradora” que, en mayo, cumplió 100 años: Joao Havelange.
Anatemizado por Diego Maradona como el enemigo N° 1 de la Selección, el brasileño es el gran “benefactor” del fútbol nacional. Fue la máxima autoridad del fútbol internacional en seis mundiales, y dos de ellos los ganó Argentina. Es decir, la máxima autoridad del llamativo 6-0 a Perú, del 78 y de la no menos llamativa Mano de Dios, del 86. Un par de argumentos forzados al extremo, como se ve, no cierran ni abren nada porque hay otro par en contrario que puede ser tan contundente.
Lo único que se ve con claridad después de una comparación exhaustiva de ambas fotos es que una democracia duradera y la vigencia plena de los derechos humanos son las mayores conquistas comunes de la sociedad argentina, y que las épicas deportivas conmueven por la profundidad que ha alcanzado el deporte en su significación cultural, mucho más allá de las manipulaciones y especulaciones políticas de las que son coetáneas. Y que el deporte es uno de los mayores bienes culturales universales de la humanidad contemporánea como tal. Por eso, Kasparov sobrevive y sobrevivirá a los jerarcas de la ex URSS y Kempes, a Lacoste y Massera.
De este modo, con una foto en cada mano –o en dos ventanas de la pantalla–, quizás haya llegado el tiempo de ponerlas juntas, las dos en colores, donde y como el fútbol-deporte siempre las quiso. Porque de “Ardiles, Kempes, Houseman, Luque y Bertoni” a “Giusti, Enrique, Maradona, Burruchaga y Valdano”, el extranjero que mira las vitrinas de la AFA sólo detecta la línea de continuidad del talento y del buen juego.
Roberto Marcos Saporiti, ex ayudante de campo de Menotti en el 78, quien a los 77 años sigue en actividad en Urquiza, de la B Metropolitana, sintetiza las líneas comunes, las del deporte, con mucha claridad: “Nosotros mirábamos videos y Maradona, Enrique y Burruchaga conformaban un medio campo exquisito”. Y como bien decía el personaje que interpretó Ramón Garay, en los años 50, en las películas de Lolita Torres: “Saporiti nunca se equivoca”.