En 1990, cuando el escenario global no era visible como en la actualidad, Raúl Alfonsín supo sintetizar y narrar el drama que implicaba el remate de los bienes de la riqueza social acumulada por generaciones, tanto con gobiernos radicales, como conservadores, peronistas y hasta militares.
“Están vendiendo las joyas de la abuela”, denunció el conductor de la transición democrática argentina.
De esta metáfora se valen ahora los que quieren impedir la Súper Liga en el fútbol argentino; quienes intentan tapar el sol con la mano para preservar privilegios de casta. El sol muestra el escenario de una AFA derruida hasta los cimientos, tras el largo otoño e invierno del patriarca, Julio Grondona, que dejó este legado, estos dirigentes. Y que se entienda por éstos, absolutamente a todos.
Los dirigentes que, con las manos más blanqueadas que limpias, disfrazan de discurso nacional y popular su afán de privilegios estamentales, al esgrimir la defensa del barrio y de su cultura. Son asociados en el lucro que hablan en nombre de las sociedades civiles sin fines de lucro… sólo cuando sus antiguos socios neoliberales, los otros dirigentes que dejó Grondona, se los quieren llevar puestos con el camión de los negocios modernos globalizados.
Sus teces trigueñas y su gestualidad napolitana han comenzado a molestar en un escenario futuro, que se imagina con fondo de pantalla de estadio inteligente, modales milaneses y público cool.
Al igual que en la vulgata de las redes sociales, se emplea de modo incorrecto la metáfora de las joyas de la abuela. El problema de fondo que se ilustra con las joyas de la abuela, no reside en que sean en sí muy valiosas sino en el sentido económico y cultural que implica deshacerse de ellas. La cuestión no pasa porque las joyas valgan una fortuna o unos pocos pesos, sino por las condiciones que obligan a malvenderlas.
Las joyas de la abuela son el anillo de casamiento, la medallita de la virgen que heredó de sus mayores… el fruto del amor y del esfuerzo que deben ser vendidos a precio vil como último recurso para demorar la vorágine de la miseria, que se tragará inexorablemente a los actuales miembros de la familia porque el sentido del mundo ha cambiado y el barrio se ha vuelto incomprensible.
A esto se refería Alfonsín cuando hablaba del “modelo económico thatcheriano”: a que se viera que en un drama como el de Luna de Avellaneda no sólo están en juego los sueños y el romanticismo de un grupo de vecinos por la cancha de bochas, sino el fundamento económico y cultural de algo, el club, que no es reemplazado sino simplemente aniquilado.
Las joyas de la abuela no son River, Boca, Racing, San Lorenzo o Rosario Central. Los grandes, los que inciden en el mercado sentimental del fútbol seguirán convocando multitudes, en escalones, plateas o sillones; con soberanía societaria o accionaria, quiebren o no, eventualmente, estas sociedades. Las joyas de la abuela son los miles de clubes chicos y pequeñísimos, básicamente dedicados al fútbol que, en una sociedad como la argentina, representan la base de la pirámide de la estructura deportiva del país, especialmente para lo que se conoce como los sectores populares.
En buen criollo, el drama de la venta de las joyas de la abuela remite al cierre de la panadería del abuelo y a la orfandad en que quedará la familia.
Las obviedades son tan obvias que saturan por lo obsceno. Y por la costumbre de buscar dicotomías, que se repiten como un loop en los medios y en las redes, lo obvio queda ocluido por los relatos de grietas. Grietas que, por cierto, son grandes, ¡enormes, si se quiere! Pero son las grietas de un grueso muro que separa a los dirigentes de la realidad; de las grandes mayorías, de la ciudadanía, de los aficionados. El futuro aparece, pues, como el desafío de derribar el muro antes que de cerrar las grietas. No, para retener las joyas –los privilegios de la casta dirigencial, si se quiere–, sino para que el negocio del abuelo no deje de producir pan.
La defensa de los clubes y de lo que representan no debe hacerse, entonces, desde una iglesia ideologizada y fanatizada que sea cómplice de un estamento corporativo que ha perdido hace rato su legitimidad, sino desde un sentido común que, como el de Alfonsín, marca que el bienestar común debe tener la preferencia, y debe ser lo que guíe a los dirigentes, entre otras cosas, para que resignen lo que ya no están capacitados para hacer. Y, por supuesto, para que hagan lo que sí pueden y deben hacer.
¿Hace falta una liga profesional? Sí, porque el fútbol profesional, entre muchas otras cosas, es un negocio gigantesco y muy diversificado que requiere de profesionales preparados y de dedicación plena. ¿Quedarán muchas instituciones en manos de multimillonarios inescrupulosos? Es probable, como sucede en todo el mundo. En todo caso, lo preocupante es que el 99 por ciento de la riqueza mundial esté en manos de un uno por ciento, no que éstos posean equipos de fútbol.
Las joyas de la abuela no son River, Boca, Racing, San Lorenzo o Rosario Central. Los grandes, los que inciden en el mercado sentimental del fútbol seguirán convocando multitudes, en escalones, plateas o sillones; con soberanía societaria o accionaria, quiebren o no, eventualmente, estas sociedades.
Las joyas de la abuela son los miles de clubes chicos y pequeñísimos, básicamente dedicados al fútbol que, en una sociedad como la argentina, representan la base de la pirámide de la estructura deportiva del país, especialmente para lo que se conoce como los sectores populares.
En España o en Inglaterra, la creación de las ligas profesionales actuales, no repercutió en la formación deportiva, ya que el deporte en esos países es un derecho social garantizado efectivamente por el Estado. En la Argentina, en cambio, la formación deportiva de base, históricamente, ha sido y es algo que descansa en la sociedad civil a través de las asociaciones civiles sin fines de lucro, los clubes. Y esto es así tanto en el fútbol, como en el rugby, el tenis o el básquet.
En el fútbol, la formación de los jugadores pero también el scouting, corren por cuenta de la infinidad de clubes que compiten o aspiran a competir en los torneos federales y, en el caso, de los clubes afiliados directamente a AFA, los torneos metropolitanos; y la primera instancia –el fútbol infantil–, de los clubes de barrio y de pueblo. Por lo tanto, las instituciones que compiten en la Primera A y la Primera B nacionales producen un escaso número de deportistas para un mercado que, se organice como se organice la comercialización del fútbol profesional, se estructura y se estructurará a partir de la renovación permanente de los planteles, ya que el principal ingreso del fútbol argentino, tomado como un todo, es la exportación de jugadores.
En 2015, en el mejor de los casos, la venta de derechos televisivos por parte de la AFA promedió unos 70 millones de dólares, tomando la economía del fútbol como un todo; las ventas de pases de jugadores de clubes argentinos a mercados internacionales extra americanos, en cambio, superaron los 1.600 millones de dólares (*). Esta cifra surge de las 4.025 transferencias registradas entre enero y septiembre de 2015. Representan más del 30 por ciento de los pases de las ligas de toda América Latina hacia otros continentes, y ubican al fútbol argentino como el principal productor y exportador, aun por encima del de Brasil, que lo cuadriplica en cantidad de habitantes y de jugadores federados. Y representan, por sobre todo, la muestra más clara de que, en términos económicos, el modelo de clubes es indispensable en la base de la pirámide del fútbol y del deporte en la República Argentina.
Si de la torta de ingresos de TV que generará la Súper Liga y que implicaría el retorno al amateurismo de varias divisiones, la porción destinada vía AFA a los clubes amateurs competitivos es demasiado exigua, el edificio de la industria del fútbol implosionará y se derrumbará estrepitosamente desde y hacia su base. Porque no debe olvidarse que los clubes competitivos de fútbol amateur, semiprofesional y formalmente profesional son el eslabón imprescindible que une a los clubes de iniciación –los de barrio y de pueblo– con los profesionales. Si este eslabón se rompe, la cadena productiva de un fútbol eminentemente exportador quedará suelta y el mercado languidecerá.
En el contexto actual, en el que los derechos de formación apenas si contemplan migajas que se ven licuadas por las triangulaciones que evaden impuestos vía paraísos fiscales e instituciones “fantasmas” de Chile y de Uruguay, principalmente; y en el que, además, los tarifazos en los servicios públicos amenazan seriamente la mínima supervivencia de miles de clubes, la redistribución de un canon razonable por derechos de TV para financiar la “base productiva” del mercado del fútbol argentino se torna imprescindible. También, por supuesto, que haya un control administrativo razonablemente transparente.
Si se impone de prepo la codicia de quienes, como los especuladores financieros, sólo ven los números que titilan en una pantalla, y cuentan y proyectan desligándose de los agentes productivos, las tensiones sociales terminarán explotando. Como en la economía real. Y cuando no haya jugadores en cantidad y calidad –ni entrenadores ni los diversos auxiliares formativos indispensables– para sostener un mercado exportador tan dinámico, los equipos grandes que no quieren resignar algunos puntos porcentuales, se verán ellos mismos con la soga al cuello.
Será tarde para lágrimas, ya que cuando asome el cartel del remate sobre la empalizada y el pasto crecido, entre las losetas, las esperanzas y las realidades de una sociedad que encontró en el fútbol una posibilidad concretar de hacer y ver deporte, hará largo tiempo que habrán sido estranguladas por la famosa mano invisible.
(*) Fuente: Euroamericas Sport Marketing