Es una pena que Emanuel Ginóbili no pueda participar del Mundial de España. A los 37 años, se pierde la despedida, junto a sus amigos, de la generación más brillante del básquet; la generación que refundó el deporte y multiplicó su popularidad. Habría sido el grand finale, como se dice en la lírica, cruzado de emociones y recuerdos para una teleaudiencia agradecida y entonada con el Mundial de fútbol.
No pudo ser porque, a pesar del componente afectivo que Manu introduce en sus referencias al equipo nacional, primó no sólo la racionalidad profesional, el criterio empresario que rige el deporte planetario (sin que nadie se queje, claro, ya que promueve atletas millonarios, entre ellos Ginóbili), sino cierto tono autoritario (cuando no caprichoso) que reduce hasta a las máximas estrellas al rol de pobres empleados. Empleados obedientes.
Más sencillo: San Antonio dijo que no para anular cualquier atisbo de riesgo (misión imposible ante una competencia de esa envergadura) y Manu dijo sí señor. Los estatutos del básquet (el acuerdo NBA-FIBA) consienten este procedimiento (quiero decir, la imposición es perfectamente legal, como tantas injusticias), ya que ante una “razonable preocupación médica” de los empleadores de la NBA, los jugadores quedan imposibilitados de participar en el Mundial con la camiseta de su selección.
La vaguedad semántica (y, por lo tanto, el festín de interpretaciones a que da lugar) de la expresión “razonable preocupación” es, desde el vamos, fuente de polémica.
La situación, no obstante, tuvo un desenlace pacífico, se diría que amistoso. El propio jugador reconoció que, al regresar a la fajina, luego de 42 días inactivo, percibió en su cuerpo secuelas de la lesión. De manera que aceptó la prohibición de San Antonio como los niños aceptan ciertas decisiones de los padres (esa autoridad indiscutible), a regañadientes, pero con la recóndita convicción de que los guía un genuino interés protector.
La relación de Manu con sus jefes quedará a salvo de conflictos y el público argentino tampoco podrá reprocharle nada. Mucho menos que preserve el cuerpo que le da de comer y al que aún le aguarda un trajín vertiginoso en la liga más exigente del mundo.
Sin embargo, nos queda cierta decepción mal cicatrizada, en virtud de que, hasta hace unos días, parecía altamente probable que Manu viajara a España, quizá no en el esplendor físico, pero con el resto suficiente para un adiós a la Selección más que digno, codo a codo con sus compañeros de ruta.
De hecho, los 42 días que estuvo en reposo superan en 12 el plazo calculado por la segunda opinión médica (no la de San Antonio, que preveía dos meses) para la cura de su fractura por estrés. Una lesión, por lo demás, más o menos llevadera, toda vez que Ginóbili jugó con ella los playoffs ante Miami (no un amistoso trivial) sin enterarse. Su peroné dañado saltó en una revisión posterior, entre otros golpes.
Pero cuando todavía faltaba todo un mes hasta el 30 de agosto, primer compromiso argentino en el Mundial, y luego de chequeos favorables, Manu tiró la toalla. Qué decir. Nadie conoce su cuerpo mejor que él. Y nadie conoce mejor el temperamento de sus patrones.