Según las noticias que cruzan el Atlántico gracias a los dedos ágiles e imaginativos de los cronistas, Messi está triste. ¿Qué tendrá Messi?
Los mismos periodistas arriesgan que sigue abatido, enfurruñado, escéptico, luego de la irreparable derrota en la final del Mundial ante Alemania.
No es para menos. Son esas borracheras malas. De resacas persistentes. Para los que dicen que Messi es frío, ahí lo tienen. Torturado como un personaje de Dostoievski.
Así y todo, la noria sigue su recorrido pavo como si nada. En vista de los amistosos de la Selección, volvieron las hipótesis sobre el jugador mejor pago del mundo. Que juega un partido y el otro no, que en Barcelona no lo dejan, que en realidad le da fiaca….
Habida cuenta de la renovación en el liderazgo de la Selección, también podríamos transformar la lógica del deseo y dejar de esperar una conducta mesiánica por parte de Leo.
Desde el Mundial de Sudáfrica, nos la pasamos en vilo, como quien vigila un plantita de brote rebelde, rogando por el despertar de Messi. Y cuando digo despertar, me refiero a la irrupción heroica que nos permitiera ganar el torneo. En línea con la proeza de Diego en México.
Pero en Sudáfrica jugó como cualquier mortal de los buenos (no como Messi) y no metió un solo gol. No importó. Recargamos la expectativa, ya que ahora sí, aunque no ganamos la Copa América con Batista (que lo trataba a Leo como si fuera un amo feudal), bajo el ala de Sabella, y con sus tres aliados y amigos, pensamos, habría de encontrar la horma de su zapato.
Esta vez estuvimos cerca. Llegamos hasta la final. Sin embargo Messi nos decepcionó. De nuevo jugó bien, con esporádicas epifanías, y se mostró anímicamente inestable. Lo distinguieron como el mejor futbolista del torneo y acaso no se haya cometido injusticia en tal decisión. De todas maneras, para los argentinos resultó insuficiente. Anhelábamos que ratificara su condición de monarca de la pelota con la Copa del Mundo. Mejor dicho: descontábamos que así sería.
Si no cicatriza la sucesión de desencantos, si no decora profusamente el páramo de nuestras vitrinas con todos los trofeos en disputa (¡sobre todo el maldito Mundial!), mejor que no juegue. Si no viene a propiciar el milagro de la resurrección y la gloria, que se quede en la casa. Así de radicales somos, aunque no lo expresemos con una sintaxis clara y sincera.
Pues bien, ahora que comenzamos una nueva gestión, convendría abstenerse de reproducir el ciclo. No vivamos en ascuas. Para educar al soberano, el Tata Martino debería no convocar más a Messi. Dejarlo en paz, liberarlo de la mochila del sueño colectivo, de la profecía serial siempre frustrada.
Y si alguna vez lo llama, que sea en otros términos: “Leo, ¿qué tenés que hacer el sábado que viene? Jugamos un amistoso contra Sri Lanka en Basilea. Bastante cerca de tu casa. Si estás libre y tenés ganas, date una vuelta. Ah, y traete un vino”. Algo así de relajado.
La operación permitiría ahorrarle a Messi la culpa retroactiva. El público, por su parte, orientaría forzosamente la libido hacia el equipo, al que, por otra parte, le sobran nombres esperanzadores.