Cristian Pavón, el delantero de Boca, se sumó tarde a la selección olímpica de fútbol. Su club, con apetitos coperos finalmente no saciados, lo mezquinaba. Pero se ve que al pibe le sobraba interés de participar de esa selecta congregación deportiva. Ahí anda por la villa carioca, robándoles selfies a las estrellas, como un hincha cargoso, deslumbrado.
Es que los Juegos provocan ese espejismo igualitario donde los dioses del deporte híper esponsoreado se codean con voluntariosos atletas que juntan el mango para el viático y se conforman con estar, nada más que con estar, aprender y acuñar recuerdos.
No es que Pavón sea un pichi. Es titular en uno de los equipos más importantes del mundo y forma parte de un plantel nacional que, a contrapelo de una dirigencia de comedia, se las ha rebuscado para conservar pretensiones de protagonismo, a pesar de haber arrancado con el pie izquierdo ante Portugal. Sin embargo, al joven no le entra en la cabeza que tipos como Nadal sean vecinos de campamento. Son gigantes. Como Ginóbili y esa generación indiscernible del metal glorioso que se colgó del cuello hace doce años.
Será quizá porque el oro dispara leyendas (el reino de El Dorado, sin ir más lejos), que Pavón dijo que conocer a Manu era una de sus aspiraciones olímpicas. Otros muchos, a una distancia que acortará la tele, no pedimos tanto. Con verlo jugar será suficiente. Quizá simplemente para comprobar la vigencia genuina de un equipo que refundó el básquet argentino, que consumó lo más parecido a una obra dentro del deporte y sigue ahí, velando las armas. Dispuesto a encarar, con realismo y orgullo, nuevas batallas en las arenas más exigentes.
Ginóbili, Nocioni, Scola y Delfino, los sobrevivientes de la gesta dorada, no son custodios burocráticos de un trono que ya les queda holgado. No son los muchachos de campera encadenados al sillón principal del sindicato. Son, por el contrario, atletas maduros adaptados sin nostalgias a los tiempos que corren (más que ellos). Esa sensibilidad les permite una lectura perfecta del mundo. Los mantiene vivos y regula sus expectativas. Recrea mil veces sus talentos. Los vuelve docentes sensatos y generosos que imaginan la sucesión como un imperativo. Ser tan maleable habiendo sorbido el néctar del éxito (que siempre da la razón e inhibe la voluntad de cambiar) es una hazaña que por poco no merece otra medalla.
A diferencia del fútbol, donde la selección es una descarga de estrés en la anatomía de los jugadores, la camiseta argentina de básquet parece deparar alegría. Después de tanto ganar, además de reciclar el desafío de treparse al podio, los muchachos la pasan bomba. Gozan con absoluta seriedad. No sé si son amigos, pero juegan como tales. Si eso me quieren hacer creer, me lo creo y lo celebro. Lo demás es una épica indestructible, una intensidad emotiva que expande su calor, lo contagia a la tribuna. Sean victorias o derrotas, jamás se resienten la jerarquía ni el amor propio.
La brillante serie de amistosos previa a los Juegos reavivó la llama. El público se exalta, aunque los propios jugadores enfatizaron la cautela. “Somos los mismos perros de hace una semana”, se rio Ginóbili. Veremos. Los Dorados me hacen acordar a los Rolling Stones: siempre parece que es la última gira; hasta que salen a escena y parece la primera.