En 1983, cuando Hugo Gatti cumplió 20 años en Primera, la revista El Gráfico le dedicó un número homenaje. Allí, había algunas frases del Loco dignas de una antología. Como todos sabemos, Gatti no es precisamente un declarante simpático. Mucho menos ahora, que no encuentra el brillo heroico de los tiempos gloriosos por ningún lado y suele proferir comentarios despectivos.

Entre otras cosas, en esa publicación se refiere a Maradona, al que le reconoce sus talentos pero no el carisma. Ay, el carisma, componente sagrado de los ídolos. Y va más allá el desbocado de Gatti: dice que, en el futuro (digamos, ahora), la gente no va a reconocer a Diego por la calle, justamente por esta supuesta ausencia de ángel, de seducción.

Con el pronóstico la pifió feo. Y no tuvo problemas en admitirlo cuando los muchachos de Un Caño se lo cruzaron en un mítico bar de la calle Elcano por estos días. “Okey, sigue siendo muy famoso”, dijo Gatti mientras se untaba la frente con protector solar, en una de las mesas de la vereda. “Pero carisma no tiene”.

Por muy antipopular que suene, comparto en este punto el parecer de nuestro más célebre arquero volante. Y comprendo que insista con esta caracterización del Diez porque, en la comparación, que es todo lo que les interesa a los competidores natos e infatigables como Gatti, él gana por escándalo.

diegoMaradona es reverenciado como un dios de la pelota. Eso le deparó la admiración mundial. Y selló su fama a perpetuidad, al margen de su adicción al escándalo, que lo arroja cada tanto a las pantallas de tevé en horario central y en su versión más decadente.

Maradona ha tenido el ángel en los pies. Y en el corazón caliente para entregar todo y más en la cancha. Pero su sonrisa nunca lució plena y genuina; tenía el aspecto de un gesto de revancha. La marca de un pasado irresuelto. Quizá era la altanería inevitable de quien debe agrandarse para que finalmente lo vean; del que exige idolatría y sumisión para compensar algún cariño negado.

No es psicología, no, vade retro. Sino una lectura de su agresividad apenas contenida. De esa sonrisa que nunca supera la socarronería. Pero ha sido un genio, ¿para qué necesitaba el carisma?

¿Alguien podría afirmar que Riquelme posee carisma? No le hizo falta para cimentar su trono.

Gatti, en cambio, era puro discurso. Puro mohín y puesta en escena. Destreza tenía como cualquier mortal. Pero la mezquindad de la naturaliza la suplió con la pócima infalible: el humor. Gatti no sólo era alegre; era gracioso, paródico, bufonesco. Y al latiguillo de la presión y las responsabilidades, le oponía su frescura. Hasta los goles tontos que le hacían se los tomaba con serenidad zen. Y había educado a los hinchas en la tolerancia, en su ética de la fiesta, y nadie rezongaba.

Carisma, chispa, simpatía; que lo llamen como quieran. Eso le dio Gatti al fútbol; toda una bendición para un mundo solemne. Eso lo hace inolvidable.