La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración urbana, de la crisis divina y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva.

Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera: un factor de identificación pública estrictamente irracional. Conviene aclarar este punto. Antes de que las masas quedaran huérfanas, el deporte se basaba en el héroe. El gran deportista, modelo de virtudes, encarnaba las aspiraciones colectivas. En la Europa continental, esto fue así hasta bien entrado el siglo XX.

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Resulta significativo que los dos diarios deportivos más antiguos de Europa, La Gazzetta dello Sport (1896) y El Mundo Deportivo (1906), nacieran para informar sobre ciclismo. La reina de los sueños pobres era la bicicleta. El héroe era un tipo flaco que pedaleaba, encorvado sobre el manillar, dejándose el culo y los pulmones en cuestas sin asfaltar. Pero al ciclismo, tan rico en metáfora literaria, le faltaba metáfora social. La época no era de individuos, sino de masas. Y el ciclismo no conseguía expresar ciertas claves totémicas: el clan, el templo, la guerra, la eternidad. Todo eso, en cambio, lo tenía el fútbol.

El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca está solo. Liverpool, la ciudad con más talento para la música popular contemporánea, demostró buen ojo al elegir como himno de uno de sus dos equipos una vieja canción, cursi e insustancial, que llevaba, sin embargo, ese título: You’ll never walk alone. Nunca caminarás solo. El secreto del fútbol está ahí.

La cultura, como siempre, aparece después. Primero son las cosas, y después su explicación. El fenómeno futbolístico careció durante muchas décadas de una proyección cultural propia. Recuérdese la Oda a Platko de Rafael Alberti, dedicada en 1928 a un portero húngaro del Barcelona: “Tú, llave, Platko, tú, llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo”. O Los jugadores (1923), de Pablo Neruda: “Juegan, juegan, agachados, arrugados, decrépitos”. Puro homenaje al héroe. Cultura deportiva, pero aún no futbolística.

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Pese a algunas excepciones, como la de Albert Camus, tuvo que entrar en crisis el hermano-enemigo del fútbol, el marxismo, para que la izquierda se atreviera a abordar la espinosa cuestión del balón y la bandera. Ocurrió hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mientras la intelectualidad conservadora, de tradición elitista, seguía despreciando el fútbol (“el fútbol es popular porque la estupidez es popular”, Jorge Luis Borges) como lo había hecho Rudyard Kipling (“los embarrados idiotas que lo juegan”), ciertos escritores progresistas osaron reconocer, de forma cada vez más abierta, su pertenencia a la inmensa secta futbolística. Algunos, aún cautelosos por las incompatibilidades teóricas entre la racionalidad marxista y la irracionalidad del nuevo “opio del pueblo” (“una religión en busca de un dios”, Manuel Vázquez Montalbán); otros, sin el menor empacho escolástico.

La auténtica literatura futbolística, como otros descaros, surgió de la prensa. En España, con las columnas del ya citado Vázquez Montalbán o de Julián Marías. En Italia, con las crónicas de Gianni Brera. En Uruguay y luego en diferentes exilios, con Eduardo Galeano. Quizá los más brillantes periodistas de fútbol, los que generaron una cultura literaria que hoy se da ya por supuesta, fueron tres argentinos: Alberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Juan Sasturain. Los cuentos de Fontanarrosa, como Lo que se dice un ídolo, Qué lástima, Cattamarancio, El monito o 19 de diciembre de 1971 (más conocido como El viejo Casale) constituyen la mejor plasmación artística de un fenómeno, el fútbol, que abarca mucho más que estadios, resultados y virtuosismos técnicos. La actual literatura futbolística ya no tiene que andarse con explicaciones y asume su esencia mística: véase Fiebre en las gradas, de Nick Hornby.

Las páginas de fútbol de los periódicos disponen ahora de espléndidos cronistas, y los más reputados escritores acuden a ellas como invitados. El fútbol no sólo posee una cultura propia: es cultura. Por encima del gigantismo económico (la Primera División española gastó el año pasado 525 millones de euros en fichajes), de las audiencias multitudinarias, de la corrupción y el disparate; por encima incluso de ídolos supremos como Maradona, nuestra historia, individual y colectiva, no puede explicarse sin el fútbol.

Columna publicada en el diario El País de España, edición impresa, del 28 de marzo de 2008.