Es difícil, muy difícil que estas palabras que empiezan a encadenarse no se parezcan mucho a una publinota, un chivo, uno de esos artículos insulsos e insoportables, llenos de lugares comunes y referencias veladas a la genialidad de un producto que nos quieren vender. Porque voy a hablar de un video que está hecho para ser viral, masivo, multiplicado. Incluso diría que es complicado convencer a alguien de que en realidad no estoy enganchado con la marca que armó la movida ni me mueve un interés comercial. Pero es así. Y punto.

Porque hay algo genuinamente emocionante en la nueva publicidad que ideó Topper para el día del padre (si aún no la vieron, pueden hacerlo al final de la nota). Y tiene que ver con la voz de un niño, con el pensar de un niño, con la inocencia primigenia de mirar a papá y de mirar el fútbol con ojos de niño.

En poco más de un minuto, no hay insultos, no hay barrabravas, no hay putas ni vino, nadie corre ni se planta, no hay puteada al jugador burro, no hay –hasta la última escena- ni siquiera una pelota en movimiento o un jugador, o césped. Lo que hay, con una fortaleza arrasadora, difícil de traducir a palabras, es la puesta en evidencia de una experiencia compartida y transgeneracional. Que nos une al pasado y nos hace pensar en el futuro.

En poco más de un minuto, no hay insultos, no hay barrabravas, no hay putas ni vino, nadie corre ni se planta, no hay puteada al jugador burro, no hay –hasta la última escena- ni siquiera una pelota en movimiento o un jugador, o césped. Lo que hay, con una fortaleza arrasadora, difícil de traducir a palabras, es la puesta en evidencia de una experiencia compartida y transgeneracional. Que nos une al pasado y nos hace pensar en el futuro.

Topper-Racing-Día-del-PadreHace poco fui padre y es posible que eso esté afectando mi juicio (para mal, calculo). Los años pueden endurecer el carácter, pero los hijos te ablandan. Y yo, que no soy de Racing, me dispuse a escuchar para rendirme al discurso. Me vi con mi viejo en la tribuna y no me acordé de ningún título ganado, de ningún gol glorioso. Sólo me acordé de él, llevándome a la cancha. De nosotros caminando hasta casa, sufriendo como imbéciles, abrazándonos al gordo de al lado, comiendo una hamburguesa impresentablemente tóxica. Tuve ganas yo también de agradecer al padre por haberme mostrado ese mundo nuevo desde un asiento de madera. Y pensé en mi hijo. En lo que viene. En la cancha que me espera, ojalá, algún día.

Y no lloré, pero casi lloro.

También me acordé de mi amigo y colega Mauro Fulco. Un día llevó a su niño, todavía muy chiquito, a ver a Defensores de Belgrano. Cuando llegó el gol, el nene se asustó al principio con el grito de los hinchas. Enseguida su viejo lo abrazó y se pusieron a festejar juntos. Al final del partido, el pibe preguntó el porqué de tanto lío en la celebración. Su papá quiso ser didáctico y le habló de la alegría del gol. Es lo más lindo que existe, dijo. El punto cúlmine. No hay nada mejor, dijo. “No papi”, respondió el chico. “Lo mejor es abrazar”.

Ni falopa, ni tiros, ni sindicalistas, ni política mal entendida, ni FIFA corrupta, ni Grondona. El mayor cumplido que se le puede dar a este comercial es haber encontrado, en medio de la mugre, una esencia innegable, una característica fundacional del fútbol que ni la modernidad ni el dinero pudieron mover un centímetro. Y no tiene que ver con el juego. Tiene que ver con el vilipendiado sentimiento del hincha: no es hacia el club; es hacia lo que el club logró que fuéramos con la gente que queremos.

Puede ser increíblemente ingenuo. Pero así me gusta. Así me gustaría que fuera también para mi hijo. Porque en este fútbol sin visitantes y manchado de sangre, lleno de dirigentes horribles, de arreglos enrevesados, representantes, negociados y futbolistas que migran a China, uno se sigue rindiendo ante la familia, los colores, el ídolo y la pelota.

A la hora de hablar de fútbol, veo el barro, la mierda y la sangre. Pero me rindo ante los que saben tocarme el sentimiento. Shakespeare, indignado por todo lo que dejo de decir sobre la ruindad de un deporte que solía ser hermoso, me haría decir lo mismo que puso en boca de Lady McBeth: “Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazon tan blanco”.