Antes usaba el cinturón mágico de Simbad, el intrépido marino de la tevé animada, que le otorgaba súper poderes. Ahora, cada tanto, recurre al cinturón gástrico, una faja de siliconas que le reduce el estómago cuando la balanza le muestra tres dígitos.
Progresivamente, y de manera cruel, las noticias han ido degradando al héroe y, en un arco de dos décadas, pasamos de las proezas a los eventos más triviales, cuando no a las mezquindades ruines. Maradona visitó un quirófano venezolano porque, dicen los traficantes de chismes (los únicos que se ocupan de él en estos días), quiere lucir en línea para casarse con una tal Rocío. La chica a la cual, si mal no recuerdo, denunció por haberlo desvalijado furtivamente en su casa de Dubai.
En paralelo, el hombre se para de manos ante la versión familiar (o amorosa) de su pasado épico, la Claudia. Con tono de violento revanchismo, la acorrala en los tribunales, pide que la embarguen, que le impidan tocar dinero, la tilda de estafadora. Tan luego la Claudia, la madre de Dalma y Gianinna, por quienes tantas veces juró. Quizá no sea nuevo: sabemos que la vida de Diego empieza cada mañana, como en aquella película de la joven sin memoria (encantadora Drew Barrymore), higiénica y permanente destrucción de la historia, con sus brillos, lealtades y pesares. Lo sabemos, digo, pero esta vez suena devastador.
A tal punto que el propio fútbol se ha perdido en la picadora de imágenes, en el sismo retrospectivo. Hemos visto observado a Maradona jugar un partido amistoso en Marruecos enfundado en un uniforme verde extra large. Lo hemos visto respirar con dificultad, arengar a sus ignotos compañeros y lo hemos visto (¡y esta es la puñalada trapera!) hacer un gol fraudulento, con la ayuda paternal de su marcador y del arquero. Un Diego tambaleante que parecía un aficionado torpe, incapaz de gambetear un semáforo. Era una pesadilla que, sin embargo, cosechó aplausos y algunos comentarios sobre una supuesta calidad preservada como en el museo.
A qué idiota se le ocurre extrapolar la genialidad impar del gran Diego a un picado de veteranos con la pretensión de que se observará una réplica apenas enturbiada por el paso del tiempo. No se trata de sus 55 años, ni siquiera de su volumen inmanejable. Pasa que Diego es un fantasma. Así se deja ver.
Quizá el único ilusionista comparable con Maradona es Buster Keaton. Capaz de violar las limitaciones de la anatomía y de la física sin alterar el rango verosímil de la película. Sus personajes son irrompibles, atérmicos, resistentes al maltrato de la naturaleza. Y partes de una trama delirante que, sin embargo, en la oscuridad del cine, se ve como la vida misma. Nada está fuera de lugar. Y nada interrumpe la belleza que prolifera a ritmo sostenido, como un vergel desbocado. Eso es magia en términos estrictos. Eso era Diego con la pelota. Una nueva medida de lo posible, la desmesura hecha rutina gozosa. Pero siempre más cerca del arte que del récord, a la inversa de Messi.
Las derivas de esa magnificencia han sido sinuosas y pobres. Diego fue un entrenador discontinuo y, cuando se tomó el trabajo en serio, cuando su sapiencia se perfilaba como materia aprovechable, fue despedido por su eterno parásito, Julio Grondona. Lo que queda es una explotación más o menos denigrante del crack en manos del poder del petróleo. Maradona revista como embajador plenipotenciario del capricho de los jeques. Aunque lo separan millones de dólares, sus quehaceres me recuerdan a Gatica como recepcionista en el restaurante de Prada.
Entre la frivolidad salvaje de la farándula y la ruina fotografiada como si fuera el Partenón (con el anhelo de capturar la Atenas clásica), Maradona sepulta la gloria. Quizá sea otro gesto de su rebeldía insaciable y muchas veces suicida.