El Barcelona de Pep Guardiola fue la cima del fútbol. La conclusión de una era y el comienzo de otra. Perfección y belleza, voracidad ofensiva, estricta organización defensiva, inteligencia, velocidad, precisión, gol, rotación, exquisita gestión de pelota y lo que quieran agregar; la lista sería infinita, aun sin entrar en nombres propios.
La suma de estos atributos no sólo deslumbró a público y adversarios, sino que generó en el Barça una conciencia hegemónica. Con Guardiola, el equipo salía a borrar al rival. A impedirle tocar la pelota. Lo condenaba a ser un mero testigo de época, un testigo privilegiado. Quizá el ejemplo más notable de esta conducta sea el 5-0 al Real Madrid, en noviembre de 2010.
Si había hecho tres goles, Barcelona buscaba el cuarto. Si eran seis, se proponía el séptimo. Autoexigente, soberano, el equipo de Pep, por su propia genialidad, estaba al borde de la megalomanía.
La pregunta por entonces era qué vendría después de fundar un nuevo paradigma. ¿Cuánto resistiría el Barça la permanencia en el firmamento? ¿Sentirían la resaca, se aburrirían de ganar, de ser bellos, buenos y limpios siempre, de no tener rivales? Quizá pasó un poco de cada cosa. Los cierto es que aquel equipo de Pep empezó a humanizarse, a mostrar costuras y a perder. Nadie, nunca, de todas maneas, les quitaría lo bailado.
¿Tendrían que haberse retirado todos en 2011 dejando una postal mitológica, el vivo recuerdo del apogeo? ¿Es mejor la muerte en el esplendor de la juventud, como pretende el romanticismo rockero, para legarles a los fans un cadáver hermoso?
No fue así. La historia siguió un curso más o menos rutinario. El Barcelona mantiene ciertas semejanzas con su etapa más gloriosa. Iniesta y Xavi son referentes, Messi conserva el trono de mejor jugador del mundo, como si fuera un cargo vitalicio, Piqué mete miedo en las áreas, Busquets va y viene con el refinado y silencioso trajín de otras épocas, se sumaron Neymar y Suárez, dos potencias… En fin, un equipazo.
Pero lo esencial, aquel fundamento poético que permitía que fraguaran en una coreografía imbatible once individuos, ya no existe. No importa que Xavi esté un poco viejo y no juegue siempre, que Iniesta a veces entregue mal la pelota, un pecado mortal en otros tiempos. No es eso.
Lo vi jugar ante el PSG, por la Champions en el Camp Nou, un muy buen partido. Tuvo la paciencia y la contundencia tradicionales para dar vuelta el resultado, y demostró con holgura su superioridad. Sin embargo, el toqueteo que antes denotaba pasión por la pelota, angurria, que era el oxígeno mismo del equipo, ahora suena a retención. Ahora, ante el PSG, metieron tres pero no fueron a buscar el cuarto. Hicieron el gesto, sí. Sólo un guiño a la estética de la casa.
Insisto: el Barcelona es un tremendo equipo, aun habiendo cedido a Alexis Sánchez, un delantero fabuloso. Pero ha perdido la excepcionalidad. Tiene un nueve de área, como hay que tener (un crack convencional, diría), tira centros inciertos bastante seguido, se aviene a compartir protagonismo. Ya no pide ni hace lo imposible.
Habrá otro club que, acaso con menos estrellas, se anime a ir más lejos y cree, como el Barcelona de Pep, un mundo nuevo.