Al influjo de la cohesión latinoamericana en materia política, hay quienes pretenden que se reproduzca en el verde césped (o en la áspera tribuna) el sistema de alianzas y amistades que rige las relaciones internacionales. Para decirlo más claro: en nombre de la corrección política, unos cuantos jetones que aterrizan en el fútbol cada cuatro años exigen que, en el Mundial, no sólo simpaticemos con los seleccionados de la región (pretensión tolerable), sino que ¡nos hagamos hinchas de Brasil!
A ver si se entiende: ningún pacto comercial, ningún bloque aun más íntimo que el Mercosur, ninguna afinidad cultural ni vínculo estratégico podrán apagar la disputa feroz que existe en el territorio autónomo del fútbol. Disputa que tiene sus razones nada más que en la pelota y que adereza deliciosamente partidos y campeonatos. Odiamos a Brasil y nos encanta que Brasil nos odie. Que aclamen a los bosnios, como el domingo, o a Irán o a las Juventudes Hitlerianas cuando se enfrentan a la camiseta argentina.
En fútbol, el enemigo es el vecino. Siempre. Ahí está la gracia. Ese buen hombre con el que compartimos medianera, algún asado y preferencias cinematográficas, el domingo se convierte en el Otro (la Otra mitad de la ciudad) en virtud de su camiseta. En cuestiones deportivas, no existe tregua ni acuerdo. No hay concesiones.
De todas maneras, el antagonismo visceral no debe impedir el reconocimiento recíproco de valores y méritos. Por ejemplo, sé que Brasil es el número uno del planeta. Por la historia, por la belleza de su juego, porque son simpáticos, plásticos, vigorosos, veloces y ahora hasta saben defender.
Precisamente esta superioridad obra en mi deseo de que pierdan hasta cuando entrenan. Prevengo su jactancia, ese modo alegre y despreocupado de ser geniales, un gesto que me destroza los nervios.
Al mismo tiempo, estas mudas maldiciones son un modo de aventar el temor que me desvela: que un día se despeguen tanto, nos superen tanto, que ya no demos la talla como gran adversario. Que el clásico desaparezca por disparidad de jerarquías.
No hace falta que lo diga. Como tantos argentinos, adoro esa patria exuberante. Déjenme darles una lista somera, ínfima: la voz de Ney Matogrosso, las novelas y las canciones de Chico Buarque, el boteco El Bracarense de Río de Janeiro, el granizado de estrellas del Morro de San Pablo, el idioma nasal, las frutas, los pescados, las garotas, la cerveza “estúpidamente gelada”, el bolinho de bacalao, la torta de brigadeiro, las “Aguas de marzo” de Jobim, las “Veredas” de Guimarães Rosa, la playa, el sertão y la selva, la Festa do Bomfin, la cachaça mineira, los festivales de funk del suburbio carioca… Creo también, como Terry Gilliam, director del film “Brazil”, que nos referimos a una fantasía, una sucursal del edén que huele a lima y alconafta.
Pero no mezclemos los tantos. En el fútbol, que fracasen, que muerdan el polvo, que se arrastren. Que les ganemos siempre. Por goleada o con lo justo. Que les gane todo el mundo, que reculen en ojotas. La enemistad no se negocia, mucho menos con argumentos sentimentales.
Algo así ocurría con los personajes de “Los duelistas”, la novela de Conrad, dos oficiales del ejército napoleónico que se pasaron la vida batiéndose en un duelo episódico, con diferentes armas cada vez. Un enfrentamiento inextinguible, que sin embargo no los privó de protegerse el culo mutuamente en la trinchera. Un enfrentamiento que, curiosamente o no, diluyó sus orígenes y sus motivos (sin alguna vez estuvieron claros) con el correr de los años. No obstante, metódicamente los duelistas se reencontraban en el campo del honor para intentar darse muerte.
Creo que no se trata de rigor militar (los ritos militares son insustanciales como el paso redoblado), sino de una especie singularísima de contendientes. Entrañables, predestinados. Los académicos duchos en el desarrollo dialéctico de la historia (¿o esa teoría está perimida?) tal vez podrían hacer un aporte consistente al tema que nos ocupa.
Así que no teman. Declárenle la guerra sin pudores al fútbol de Brasil. La unidad latinoamericana no corre ningún peligro. Los hermanos que no se avienen a una fase de encono radical son dignos de desconfianza.