¿Cómo será vivir en el futuro? La pregunta y la respuesta me llegan casi a la vez: estoy en la plaza jugando al fútbol con mi nene, que -desaforado- corre hacia mí. La pelota la tengo yo. Peor todavía: la estoy pisando. Mi nene es un huracán rubio y flaquito que tiene tres años, y aunque ahora corra y grite con la valentía de William Wallace y la decisión de Ruggeri contra Chilavert, su velocidad me concede lo imposible: iluminado por el fuego de febrero, ahora, en esta plaza, ya sé todo lo que pasará; él me atacará por mi derecha y yo le pisaré la pelota hacia el otro lado, él gritará una risa nerviosa y mirando hacia abajo la seguirá; como todos sus movimientos suceden, para mí, en el pasado, podré elegir cuándo gambetearlo y cuándo salir corriendo mientras se la piso, una persecución que para él es divertida y para mí es la única posibilidad que tengo de vivir una habilidad así. Sin pensarlo, me digo: ser Messi será así, el mundo es lento a tu alrededor. Messi juega en el futuro, concluyo, inteligente como periodista deportivo. Es Neo esquivando las balas en Matrix.

Hay una compañera de escuela de Leo que ya es famosa en todas sus biografías. Se llama Cintia Arellano y era quien hablaba por él en el aula. Él quería decir algo, se lo contaba ella, ella se lo decía a las maestras. “Su ventrílocua”, la definió el periodista Leonardo Faccio en uno de los libros más famosos de la bestia zurda: Messi, el chico que siempre llegaba tarde y hoy es primero. En el documental que el programa español Informe Robinson hizo sobre la vida del 10 también entrevistaron a Cintia. El momento es sublime: Messi ya debutó y ya la rompe en el Barcelona, y ella cuenta que una vez que volvieron a charlar le hizo una pregunta básica, fundamental. “¿Qué se siente, cómo es jugar con 70 mil personas alrededor?”, dice Cintia que le preguntó. La respuesta de su amigo también fue básica, lógica: “No sé… ése no soy yo”.

Quien fuera Messi antes que Messi, Diego Armando Maradona, intentó explicar en su única biografía autorizada, Yo soy el Diego de la gente, cómo era ser quién era, qué se vivía durante la genialidad. “En la cancha yo sentía paz”, dijo, y lo que parece insuficiente quizá sea la respuesta ideal. Cuando los genios se mueven no ven lo que ven los demás: no hay defensores con los pectorales de Iron Man ni publicidad estática ni 70 mil hinchas alrededor, sólo existe la cancha en la que jugaban cuando eran chicos aunque ahora tenga otros detalles, el indispensable cotillón profesional. El césped es más lindo (la pelota corre mejor, encima), las redes de los arcos son más tirantes, un chinos sonríe en la tribuna.

“Cada tanto me pongo a mirar videos de cuando jugaba”, contó hace poco Juan Román Riquelme, la adaptación argentina de Zidane. “Yo no era ése”, dijo, “yo no podía hacer eso”. Como Messi, los genios se descorporizan; los partidos suceden en su mente. Juegan en otro tiempo. A otra velocidad.

En otro intento de explicarse, Maradona contó algo que se le había ocurrido a Francis Cornejo, el técnico que lo dirigió por primera vez en las Inferiores de Argentinos Juniors. Cornejo le había dicho una vez que si él estaba en un casamiento, todo vestido de blanco, impoluto, y veía que de repente iba hacia él una pelota embarrada, la paraba con el pecho, la pisaba y empezaba a correr. “¡Es así, es así!”, se entusiasmaba Maradona. “¿Viste esos días en que tu cuerpo no te molesta?”, se preguntó el poeta argentino Fabián Casas en su última novela, Titanes del coco. Esos días, para Messi, para Maradona, para los genios, se activan cuando juegan. El cuerpo reaparece después, cuando hay que cumplir con las molestias: viajar a Zurich, ponerse un traje, sonreír para las cámaras con una pelota dorada en una mano, charlar con periodistas que quieren entender.

“Cada tanto me pongo a mirar videos de cuando jugaba”, contó hace poco Juan Román Riquelme, la adaptación argentina de Zidane. “Yo no era ése”, dijo, “yo no podía hacer eso”. Como Messi, los genios se descorporizan; los partidos suceden en su mente. Juegan en otro tiempo. A otra velocidad.

Sólo para que el texto tenga un engaño de redondez, vuelvo a mi nene. Después de observar (de proyectar) que esta vez intentará chocarme de frente para que la pelota vuele por los aires y yo la pierda, hago lo que nunca: la saco para afuera con el empeine y al toque la vuelvo a enganchar, todo en un segundo, dos centímetros y mientras mi nene me tira un latigazo y pasa como Boateng. Después, como toda ficción necesita un verosímil, le doy la pelota y me alejo para que sea él quien me gambetee. Es lo que hace Messi cuando el Barcelona empata o pierde una final con la Selección.