El errático Hugo Moyano parece estar buscando algún lazarillo confiable para su aventura política. Un socio que además de sumarle votos le ilumine el camino en esa terra incognita que comienza tras las fronteras de la burbuja sindical.
En ese derrotero, coqueteó con De Naváez, Scioli y Massa, entre otros, en procura de un palenque firme. Pero el romance que presenta mejores perspectivas es el que lo une al alcalde porteño Mauricio Macri. A Cristian Ritondo, integrante de la comisión directiva de Independiente que preside el camionero, se lo señala como la gran celestina. Luego, el amor prosiguió irrefrenable.
Mauricio ofreció beneficios para los camioneros en el negocio de la basura, mientras que Moyano se llevó la plata del sindicato, guardada en la arcas del Banco Provincia, al Banco Ciudad. Unos 500 millones de pesos que significaron un ostensible desaire para Scioli. A su vez, el Banco Ciudad se convirtió en sponsor del urgido Independiente, en una cadena de favores engranada como una maquinaria suiza.
¿Macri anhela incorporar la famosa pata sindical a su organización? ¿Hugo Moyano intenta seducir a las capas medias que lo digieren con enorme dificultad? ¿Nuestro BJ nacional y popular terminará mendigando lugares en las listas de Pro a falta de aliados supuestamente más afines a su ideario justicialista?
Por lo pronto, al margen de las conveniencias mutuas, el meteórico derrotero de Mauricio gracias al fútbol despierta una fascinación no exenta de furiosa envidia. Es lógico que el camionero, como todos aquellos que se sienten desconcertados en el fangoso terreno político, estén seguros de que el líder de Pro supo encontrarle, como quien dice, la manija a la pelota.
Es poco menos que un milagro, piensan los que piensan como Moyano, que un empresario joven y con fama de catrasca (fama debida especialmente a la prédica de su padre) se haya transformado en pocos años -los éxitos de Carlos Bianchi mediante- en uno de los políticos más taquilleros de la Argentina y con fundadas aspiraciones presidenciales.
Moyano no se mira en el espejo de Juan José Zanola, ex presidente de Huracán y zar de los bancarios, o de su amigo Luis Barrionuevo, gastronómico aficionado y titular de Chacarita en otros tiempos siempre violentos. Moyano quiere ser Macri. Que Mancuello haga la parte de Bianchi y sus muchachos, y que el Rojo le permita una inserción política que sus dotes y sus antecedentes le vienen negando.
En épocas en la que se demanda sobre todo gestión, una campaña exitosa al frente de un club grande puede abrir las puertas del cielo.
Sin embargo, si quiere reproducir los pasos de su admirado empresario, Moyano deberá hacer algo más que encontrarse a comer con él en recintos discretos. No se trata sólo de meterla en el arco sino de algo bastante más complejo: consolidar una nueva derecha, tributaria de la fobia política, y convertirla en fuerza de gobierno vitalicia de la Ciudad de Buenos Aires. Y todo esto, enarbolando conquistas sociales tan determinantes como la senda para bicicletas y el Metrobus, que, en línea con los propósitos del partido, delimitan zonas exclusivas.
Tales emprendimientos, se ve, minimizaron otras medidas no tan relevantes para el desarrollo de la Ciudad y su gente como la cuadruplicación del valor del ABL y del subte, por no hablar de las brigadas de represión callejera a los sin techo y las idénticas costumbres de la Policía Metropolitana con la protesta social. O la destrucción voluntaria de la educación y la salud públicas.
El asombro entonces, para una inteligencia promedio, lo promueve el voto cautivo de la derecha amarilla en la capital argentina, no el virtuoso lanzamiento de Macri a la política desde las oficinas de Boca. Ahí está la receta que Moyano debería aprender. Y nada tiene que ver con la pelota.