Sostener que un minuto de magia blanca de Messi es conjuro necesario contra todas las amenazas de este mundo suena peligroso. Falso fue siempre, ahora también es alarmante.
Si los mismísimos artistas del Renacimiento han desconfiado de la madre inspiración y han exigido un necesario complemento de sacrificio y rutinas laborales, cómo una hinchada contemporánea –y muchos analistas– se atreven a sostener que un rapto de genialidad puede solucionar noventa minutos de vacío.
Quizá nos acostumbramos mal en los primeros partidos. Sobre todo ante Irán. Un rival que, más descaradamente que los otros, renunció a jugar y concibió la nada misma como el argumento más rentable de su enfrentamiento con la Selección de Sabella.
Con un adversario blindado, y luego de toda una tarde insistiendo inútilmente con metodologías ortodoxas y escasa profundidad, Messi inventó una parábola exquisita, con el último aliento, y ganó el partido.
Es cierto: bastó una puñalada. Un gesto. Un chanfle magistral. Pero es suficiente en partidos en que un gol abre las puertas de la felicidad. Cuando el rival, un mero negador, no tiene plan B, ni ambiciones de repuesto, ni ganas de meterse en ese baile.
Pero en partidos más normales, es decir en aquellos de palo y palo, que se ajustan a las pretensiones de este equipo vertical, que necesita que lo ataquen, hará falta algo más que un hermoso zapatillazo.
Ante Nigeria, un adversario sin temor a abrirse, a proponer un partido más interesante, el equipo por momentos funcionó. Hubo circulación colectiva, jugadas que calaron hondo y un Messi más articulado con el entorno. Nos metieron dos goles, pero qué importa, si se puede subir la apuesta. A mí me cuadra esa personalidad vagamente suicida de la Selección cuando se sube a la moto, cuando no tiene paz.
Pero ante Suiza, los muchachos volvieron a desentonar. ¿Qué le pasa a Higuaín? ¿Y a Gago? ¿Por qué es tan difícil pasársela a un compañero como en el alargue? ¿Por qué este equipo rebosante de talento terminó lanzándole pelotazos sin convicción a Palacio? ¿O no somos tan técnicos ni tenemos tantos recursos si nos comparamos con los buenos-buenos, digamos Francia?
Y lo más grave: por qué si lo marcan a Messi, y Messi comienza a pensar en otra cosa –por ejemplo en algún desierto donde nadie sepa su nombre-, se agotan las esperanzas. El dispositivo es reiterativo, desapasionado, inocuo. No tenemos juego. El heroico Di María, aunque hizo la mitad de los pases mal, fue el único que pareció creer en el triunfo.
Leo no siempre va a jugar como en las publicidades. El haz de la Providencia tal vez no lo alcance en algún encuentro. O sólo lo ilumine durante un minuto. Ante un rival como Bélgica no bastará. No invoquemos el nombre de Leo como un mantra. El fútbol es un poco más complejo. Pidamos por el resto: que se animen, que se acuerden, que acompañen dignamente, como Di María y Mascherano. Que no esperen, ellos también, por el minuto de apoteosis de Leo.