El diario La Nación forma parte del entramado gobernante. Por lo tanto sus notas –y ahora sus programas de tevé– son parte del sistema de comunicación y propaganda oficiales. Es decir, reproducen estrategias y argumentaciones del Pro; fomentan, con sus propios dispositivos, el Proyecto de la Alegría.
En el rubro deportivo, el 6 de noviembre, el periodista Sebatián Fest procedió, mediante una nota titulada “A ver si nos devuelven el fútbol para todos” (así, en minúscula), a aplaudir el fin de las transmisiones gratuitas, el Fútbol para Todos con mayúscula. Claro que, como predica la usina intelectual amarilla, no lo atribuye a una decisión política vinculada a intereses bien concretos y conocidos, sino a la necesidad moral que rige los pasos de este gobierno: decir la verdad. “Aquello de lo que se hablará a partir de hoy es el sinceramiento del gobierno: para ver fútbol en vivo por televisión habrá que pagar. Aunque nunca lo haya sido, la noticia será que el fútbol ya no será gratis”, anuncia Fest en tono, justamente, festivo.
El columnista recita la razón de su alborozo. La misma que resuena en las cenas aristocráticas de beneficencia: “Gastar 1.770, 2.500 o los millones que fueren en financiar la gratuidad del fútbol y a unos clubes y una AFA desquiciados hace, con el 32 por ciento de los argentinos viviendo en la pobreza, tanto ruido como creer que el fútbol gratis es no sólo un derecho, sino incluso uno ubicado en el mismo nivel que tres tan básicos como la educación, la seguridad y la salud”. Conmovedora jerarquía de prioridades.
Habría que decir, en primer lugar, que por más que el abuso de la palabra sinceramiento se haya chequeado en los focus groups como analgésico aceptable para blandir el ajuste y la destrucción de empleo, se podría hablar de un atropello semántico. Fest menta la sinceridad, pero la supresión de Fútbol para Todos no es otra cosa que el reconocimiento de una mentira de campaña. Referir la admisión de la estafa como un gesto sincero suena, por decir poco, extravagante. Más propicio me parece hablar de fraude, engaño y cinismo.
Pongamos el siguiente ejemplo: llega una noche la esposa de Sebastián Fest y le dice que lo ha estado engañando durante los últimos cinco años con un bombero del cuartel de la otra cuadra. ¿Batiría el parche el periodista de La Nación para celebrar y difundir la honestidad de su cónyuge por sincerar la relación furtiva? Al igual que con otros vaticinios felices de campaña, Macri ha mentido a sabiendas, con plena perspectiva de lo que haría en el poder. ¿Cómo llamar a eso sinceridad?
Aunque Fest busca un rulo discursivo ciertamente esforzado para proteger al presidente. “Antes de verse obligado a disimular lo que pensaba, ya lo había dicho Mauricio Macri en la antesala de la campaña que lo llevaría a la presidencia de la Nación: el Estado no debe financiar al fútbol.” Macri siempre pensó que el fútbol debe ser un negocio privado. Pero, pobre, se vio “obligado a disimular” (¡eso es exprimir el léxico; chapeau, Sebastián!), a decir una mentira patriótica para que lo votaran. La acepción de sinceridad que maneja el funcionariado de la Felicidad y sus espadas más dedicadas como Fest reconoce dos tiempos: primero prometo, luego revelo que la promesa era un cuento. Un tipo sincero, según esta jerga, es un falsario que, una vez que aprovecha la ventaja sustraída a la mentira, se rectifica.
Otra dimensión de los sentidos desconcertantes que le asignan el Pro y sus acólitos al término sinceridad alude a la correcta lectura de la situación económica. Así, la vicepresidenta Gabriela Michetti (inspirada en la obra de otro teórico revolucionario, Javier González Fraga) avisa: no puede ser que un asalariado formal, que goza de un sueldo medio, pretenda viajar o comprarse un teléfono celular de última generación. Tal desenfreno es insincero, producto de los espejismos populistas.
La sinceridad parece obedecer a algún tipo de verdad social, según la cual la riqueza y el consumo deben estar en las manos correctas, siempre las mismas. Los demás, a remar. Darwinismo a la carta. Esta racionalidad suprema que nos guarece del caos asegurando la supremacía de los poderosos prescribe resignar recaudación fiscal (la plata de todos) para beneficiar en 60 mil millones de pesos al sector agroexportador para 2016 (acá no hacemos la cuenta de los hospitales que se podrían construir), pero nos alerta sobre el dispendio de televisar el fútbol, por más que se trate de chirolas en comparación con el sobresueldo de los dueños de las cosechas.
A menos que uno predique una versión ilusoria y tramposa de la política y de las gestiones de gobierno (tarea en la que a Fest se lo ve enrolado), debe decir que las medidas económicas no son hijas de ningún sinceramiento. Se alinean y se suceden de acuerdo a un rumbo ideológico que establece cómo se reparte la torta. Ya lo decía el filósofo y matemático británico Bertrand Russell: “Algún culo tiene que sangrar”. Quién se lleva la parte del león depende de luchas más o menos violentas, de negociaciones y del rol del Estado.
Observar fútbol de manera gratuita es un derecho adquirido. La garantía de acceso a un bien cultural muy preciado. La sinceridad ejercida por el Pro no sólo conculca ese derecho, sino que habilita a terceros un negocio que todos definen como maravilloso por monedas. Canal 13 y Telefé se aseguraron los partidos de los equipos grandes por 180 millones de pesos entre los dos (menos del diez por ciento del paquete que paga el Estado a la AFA). Favorecer a los grandes jugadores es, sin duda, parte del orden que se intenta recuperar. Fest se excita, por este motivo, con la comandancia de Fernando Marín, “empresario exitosísimo”, al frente del desguace de FPT. “Once meses después de hacerse cargo de Fútbol Para Todos (FPT), Marín está convencido de haber extirpado la corrupción que anidaba en el programa, que hoy cuesta menos y recauda más que en el gobierno kirchnerista”. Fest no quiere entender –acaso no lo dejan o finge no entender– que algunas erogaciones no persiguen la finalidad de “recaudar”. Si nos atenemos a la aritmética básica, el precio cuidado que se le hizo al Grupo Clarín se computa en el haber, claro, pero no deja de ser un gesto gentil hacia los amigos necesarios y un síntoma de conducta prebendaría que, por supuesto, Fest no se animaría jamás a llamar corrupción.
Insistir con que el FPT financia “a unos clubes y una AFA desquiciados” serviría si el espanto actual contrastara con la virtud del pasado. Que yo recuerde, en tiempos de normalidad, es decir de monopolio del Grupo Clarín, la dirigencia era igual de sospechosa, improvisada y canalla, salvo las excepciones de siempre. Los clubes también se prendían fuego. Por lo demás, exigirles a los impulsores de Fútbol para Todos una auditoria permanente de la dirigencia del fútbol es ignorar la índole del contrato. El Estado pagaba por un espacio en el que –ante la masiva audiencia del fútbol – se informaba acerca de la gestión de gobierno. Verificar los destinos del dinero en publicidad –o peor, demandar una finalidad específica– es algo que, hasta donde sé, no suele hacerse. ¿O cuando los distintos gobiernos –nacional, provinciales y municipales, la plata de todos otra vez– pautan, por ejemplo, en el diario La Nación, se estipula que la empresa debe gastar ese dinero, por decir algo, en una guardería y en cursos de capacitación para el personal del diario? Creo que no funciona así.
En el siempre espinoso tópico de la violencia, Fest no considera la sinceridad como una herramienta de ayuda. “Lo verdaderamente importante” que ha ocurrido en los últimos tiempos, señala el columnista, son las demostraciones de poder de las hinchadas de Temperley y de River, sumadas a las “narcobarras” rosarinas. “¿Tiene el gobierno la capacidad (y el ánimo) para terminar con esa historia negra?”, se pregunta Fest, pero no responde. En estas lides, al parecer, la transparencia no talla. Ni se la nombra. Quizá porque el más prominente representante del Pro en el fútbol, Daniel Angelici, fustiga en su media lengua a los pesados ante los micrófonos, pero avala sus negocios y su influencia institucional a la hora de hacer política en serio.
Genuino en este sentido es alguien con simpatías radicales como Raúl Gámez, quien ha reconocido su pacto con las barras para, según él, prevenir males mayores en Vélez. Una postura discutible, pero fundada, esta sí, en la sinceridad. Raro que Fest no lo haya consignado.