Mi compañera de vida se llama Ana y juega al fútbol. Cada domingo cumple con un ritual que la mayoría de ustedes conoce: botines y canilleras al bolso para meterse entre camisetas amigas y desconocidos rivales a luchar por los puntos. El nombre de su equipo –motivo de orgullo familiar- es Garrafa Sánchez, tributo al hombre que prefería no darle la pelota a un compañero por temor a que no se la devuelvan.
Ana participa del torneo de ex alumnos de su colegio, nuestro colegio, y como ya no somos unos pibes tiene que acomodar la logística de obligaciones familiares a su actividad deportiva. Para salir a patear debe posponer algún asado, pilotear las pastas colectivas del domingo o arreglar con su marido, conmigo, alguna actividad potable para su hijo, nuestro hijo.
Sus compañeras son irremediablemente más jóvenes, ventaja deportiva que Ana intenta suplir con esfuerzo e ignorar con dedicación. Nunca salieron campeonas, pero están siempre en zona de Champions League. Y van. Cada domingo. Como tantos grupos de amigos y amigas. Van. A veces alguna no puede, le agarra fiebre, se acostó tarde, se casa un primo. Pero Garrafa nunca perdió por falta de presentación. Porque van.
El último domingo fueron, claro. Culminada la Liga (terminaron cuartas) se jugaba la Copa, evento de eliminación directa en el que hay penales en caso de igualdad.
El partido fue parejo pero tuvo un incidente destacado que descolocó al equipo: la arquera intentó parar una pelota y se sacó un dedo de lugar. Pensaron que estaba fracturado, tal era el dolor de la chica. Ella se quedó de costado, llorando. Llamaron a una ambulancia.
Empataron. Fueron a penales. La ambulancia no llegaba. No llegaba. La arquera seguía en un costado. Eligieron otra para la ocasión. Tiraron esos penales con la cabeza un poco descentrada. Después de cada tiro, la pateadora iba al costado de la cancha para ver cómo seguía su compañera. La ambulancia no llegaba. Tardó, en total, una hora. Pareció más. Patearon mal, con toda lógica. Perdieron.
Las noticias de todo esto me llegaron por whatsapp, una vez terminada la escena completa, con la ambulancia de camino al hospital. La pregunta me salió prácticamente sin pensarlo: ¿y por qué siguieron jugando? No nos dimos cuenta. Estábamos en la cancha. Las rivales querían patear. Nos lo iban a dar por perdido.
Sólo le faltó: “Las pulsaciones están a mil”.
En cambio, por suerte, dijo: “Tendríamos que haber parado. Tendríamos que habernos quedado con nuestra amiga, era ridícula la situación”. No lo hicieron, pero no porque no les importara la salud de su compañera. Sino porque se cegaron a la posibilidad de detener un encuentro deportivo por una cuestión extradeportiva.
Me enojé un poco. Pensé que era con Ana, con Garrafa, con esas compañeras inesperadamente autómatas. Pensé que era con las contrarias que se negaron a frenar ante un problema evidente, que querían los penales pese a la lesión. El fútbol entre amigos –y el fútbol, a secas-, para mí, tiene otros códigos, que no son los de la competencia ni los del silencio que venden los profesionales. No son los de sacar ventaja, tampoco. No son los de ganar, ganar, ganar.
Pero no estaba enojado con ellas, descubrí, sino con River y con Boca. Porque sentí que cundió su ejemplo de las últimas semanas. Porque sentí que ellos también se apichonaron y se van a arrepentir. Porque sentí que dejaron pasar una oportunidad. Porque un evento me llevó inesperada y hasta enrevesadamente al otro, del torneo de ex alumnos a la final de la Libertadores. Eventos en los que prima el miedo. Miedo a perder los puntos, a lo que van a decir los hinchas, a lo que puede decidir el árbitro, a lo que pueden opinar los rivales, a lo que puede definir la Conmebol.
Miedo que lleva a seguir jugando en vez de plantarse al lado de la amiga hasta que llegue la ambulancia. O al lado de Pablo Pérez hasta que se sepa cómo está ese ojo. Necesitamos héroes. Necesitamos a alguien que se plante para hacer justicia en la injusticia, para plantear cordura en la locura vacilante y ventajera de un deporte transformado en algo peor que un negocio. No sé si es lo que uno le puede pedir a Garrafa. Pero seguramente es algo que puede esperar de Boca o de River.
Y les digo una cosa: ellas perdieron, Garrafa perdió, pero si ganaban iba a ser lo mismo. Iban a sentir lo mismo. Ese vacío repugnante, ese mal gusto de boca que deja actuar en contra de las propias convicciones. Porque esas chicas, esas amigas del fútbol se sintieron impotentes, no por la derrota, sino por haber decidido mal al posponer su humanidad en pos de un partido de fútbol.
Quizá soy un exagerado: en definitiva se lesionó una futbolista y seguimos jugando, como ha pasado tantas veces. Pero era una amiga y su dolor cambiaba la prioridad. Una compañera de aventuras que había armado su bolso de domingo con la ilusión de jugar, a lo mejor también tenía unos tíos a los que había plantado en el asado de rigor. A la mierda, entonces, el partido. A la mierda Madrid y a la mierda la Conmebol. Que prime la solidaridad y la empatía. Paremos los penales para ver qué pasa con esa chica a la que el dedo no para de hacer llorar.
Ojalá el domingo cuando jueguen Boca y River, aparezcan nuestros héroes. Pero no en el juego. No quiero que Pity Martínez tire un caño ni que Benedetto la clave en un ángulo. Al contrario. Quiero que se planten a dar un ejemplo, otro ejemplo. ¿Cómo pensar en una rebelión de los hinchas si no se plantan los jugadores? ¿Cómo pensar que se pare un encuentro amateur, para cuidar a una futbolista, si los clubes más poderosos de la Argentina prefieren ceder su postura ideológica y tirar a sus colegas a la basura por temor a una sanción, a la pérdida de puntos?
Ojalá el domingo entren a la cancha y se sienten a no jugar. Que hagan una huelga de fútbol en pleno Bernabéu, para que se caigan las mandíbulas de los popes que arreglan piedrazos y gases con una subasta para mudar la Libertadores de continente. Que se sienten a solidarizarse entre ellos, por el maltrato recibido en estos días, a solidarizarse con los seguidores habituales de sus clubes, abandonados a un océano de distancia, ante los ojos de los españoles azorados, los pudientes que pagaron un pasaje y a los tilingos obcecados que todavía, hipnotizados como marmotas, lo miramos a la distancia por televisión.
Ojalá pase algo así. Porque si no pasa, si se entregan a la decisión del circo y siguen pateando, gane quien gane, les pasará lo mismo que a Garrafa.
Y cuando lo piensen un poco se van a sentir como el orto.