Y un día volvió Tevez. Como volvió Odiseo, un héroe anterior al profesionalismo, a la isla de Ítaca. Ambos recuperaron el lugar de los orígenes y los amores perdurables. Cerraron el círculo. Sólo que al final de la epopeya de Carlitos no hay una esposa paciente, sino un fútbol que se puso un poco rasca dentro del cual será el rey indiscutido. Tevez regresó a casa para mitigar la pobreza, para instalar algún brillo genuino.
Primero llevó comida a Fuerte Apache, el barrio pesado que le dio identidad y apodo, al que regresa siempre mejorado. Más rico, más triunfador. Más cerca de un mito: el de la conversión del fango en oro y la angustia en placeres mundanos. Del mismo modo, se espera, esparcirá en Boca su jerarquía europea. Su talento rebelde estilizado por la experiencia y el roce con la aristocracia de la pelota. Carlitos es, como el arcángel Gabriel, el enviado del cielo a una tierra de pecadores. Rara avis en un territorio arrasado, donde los buenos tienden a huir (Teo), más que a regresar. O hacen del fútbol argentino la última estación de su ocaso.
Carlitos es, como el arcángel Gabriel, el enviado del cielo a una tierra de pecadores. Rara avis en un territorio arrasado, donde los buenos tienden a huir (Teo), más que a regresar. O hacen del fútbol argentino la última estación de su ocaso.
No quisiera incurrir en ningún tipo de nostalgia chota. La medianía de la calidad obedece a cuestiones de mercado. Ya lo sabemos, ya nos acostumbramos. Eso no nos arrebata el entusiasmo. La pobreza desoladora emerge redonda y más allá de la variada prosapia de los futbolistas cuando uno sintoniza el partido Sarmiento-Boca. Y ve esa cancha breve como un parpadeo, guacha de tribuna cabecera, con el pasto emparejado a baldazos de arena, que se levanta en cada disputa de pelota. Y no hay Tevez que embellezca esa imagen melancólica.
No tengo nada en particular contra Sarmiento. Como tantos otros clubes modestos (muchos de ellos catapultados a Primera por un capricho inexplicable), tiene la cancha que puede, el plantel que puede. Y deja al descubierto la racionalidad disparatada que rige el negocio.
Cuando uno ve el estado de los clubes (sus instalaciones, sus recursos orientados a los socios y el barrio, sus estadios) asocia el fútbol con las empresas vaciadas. En la destrucción está la ganancia; así piensa el vampirismo empresario. La pelota podría resistir la devastación ocasionada por diez generaciones de coimeros. Y aun así tener resto para el desarrollo de los clubes. Para la seguridad y la comodidad del público. Para programas deportivos. Para cualquier cosa que provenga de un plan. La cuestión es que no hay plan.
La desidia política resulta más nefasta que la corrupción. El fútbol no es una vaca exhausta sino una maquinaria conducida por enanos mentales sometidos, por voluntad propia, a una tiranía berreta y castradora que duró tres décadas.
Los jugadores más básicos coleccionan camionetas importadas y la AFA acumula hectáreas de primoroso verde mientras los clubes no crecen o directamente se caen a pedazos. Pónganse a pensar, muchachos: que venga Tevez es un golazo, pero jugar en potreros acompaña muy mal semejantes inversiones.