Leí con suma atención la nota escrita por la excelsa pluma de Pablo Cheb y me quedé pensando en su teoría: ahora que el barro cubre los escritorios de la FIFA es buen momento para que los jugadores –que no los ex jugadores– tomen las riendas del asunto.
El fútbol es un planeta inefable, pero, a falta de mejor espejo, podríamos compararlo con una empresa. Allí, Blatter y los otros gordos serían los gerentes, la patronal. Y los futbolistas, los empleados, la fuerza de trabajo.
En ese escenario, se supone que los jugadores, si se propusieran tomar el cielo por asalto (o al menos repartir de forma más transparente la torta del fútbol), lo harían a través de sus representantes. No rodearían el cuartel de Zurich como si fuera la Bastilla (los muchachos de Dock Sud, amuchados con los divos del Real Madrid), sino que enviarían a sus más curtidos y asesorados rosqueros a discutir con los popes.
Una vez Maradona, secundado por Cantona y otros atletas díscolos, emprendieron un sindicato global que duró lo que un estornudo. Se fueron en proclamas, muy justas todas, pero sucumbieron a la lógica del espectáculo. Pensaron que se trataba de reunir estrellas y posar para las fotos, no de organizar un movimiento que, al menos remotamente, expresara los intereses de quienes patean la pelota.
El de los futbolistas es un gremio imposible. El sindicato mundial, sin embargo, existe desde 1965. Es la Federación Internacional de Futbolistas Profesionales (FIFPro), entre cuyos dirigentes (para las Américas) figura nuestro conocido Sergio Marchi. Desconozco cuán enfáticos son estos gremialistas para plantarse ante FIFA, pero una rápida visita por su página web los hace parecer protocolares. En el mejor de los casos, meros difusores de los vaivenes de los deportistas. Ahora se muestran muy enfocados en el proyecto futbolístico impulsado por el papa Francisco, cuyas ocupaciones terrenales, dicho sea de paso, no admiten límites.
A propósito de los chanchullos recién ventilados, la federación emitió un comunicado en el que subraya “la necesidad de una reforma genuina”. Y agrega: “A través de FIFPro, los futbolistas profesionales del mundo deben tener mayor voz acerca de la evolución del deporte del fútbol”. Eso es todo. No produce un eco precisamente revolucionario.
La conquista gremial más importante de los futbolistas en toda su historia no fue consecuencia de la lucha solidaria, sino de la decisión de un tribunal ordinario (intromisiones que la endogamia de FIFA aborrece y castiga), a partir de un litigio individual. El ignoto belga Jean-Marc Bosman consiguió que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea aboliera las restricciones que regían en los clubes del continente para los extranjeros comunitarios.
Fue el comienzo de la gran apertura y quizá una metáfora del nulo espíritu de cuerpo de los futbolistas. Metáfora que se completaría con los efectos del caso Bosman: mayores oportunidades para los jugadores (de elite) y concentración del poder deportivo entre los que se podían comprar la góndola completa del otro lado de la frontera.
El espinel de jugadores es tan variopinto que difícilmente pueda hablarse de intereses comunes. Ni siquiera ocurre así en una plaza pobre como Argentina. Y los que la mueven dentro y fuera de la cancha, los cracks y no tanto que ya se aseguraron un porvenir de lujos e inversiones, ¿juzgarán que es buena idea coparles el escritorio a los jefes actuales o, en todo caso, optar por una organización alternativa?
Tiendo a creer que no. Que les consienten las matufias porque, más allá de los remilgos morales, los capos hicieron una gran tarea. Se llevan la parte del león, de acuerdo. Pero convirtieron el fútbol en este imperio del entretenimiento que depara y deparará millones, una religión planetaria cuyos pastores ejercen un poder superior al de cualquier líder de Estado. Y dentro de la cual buena parte de los deportistas ha sacado un enorme provecho. No parece haber colisión de propósitos, sino una tolerancia mutua y estratégica.
Tal vez los jugadores (y sus entrenadores y sus representantes y sus asesores contables) intuyen que la corrupción, lejos de enfermar a la gallina de los huevos de oro, es, por el contrario, el alimento que la hace fuerte, linda y fértil. La condición de posibilidad de que haya más plata de la televisión, más torneos aquí y allá, más compañías que ofrecen su logo, más negocios multiplicados a diario por la pelota. La verdad, no dan ganas de quejarse.