Daniel Osvaldo es un caso realmente singular. Llegó a la Argentina precedido por una fama resonante, a pesar de que pocos le habían seguido la carrera. Los brillos de su legajo, donde sobresalían Inter y Juventus, entre otros escudos de las ligas premium, inspiraban respeto por sí solos. También se había calzado la camiseta de Italia, aunque este detalle no era tan relevante: futbolistas como Paletta y Camoranesi también lo hicieron y se sabe que no quedarán en la historia.
El resto consistía en un marketing persistente, abusivo. Sus anteojos de nerd, su barba, el uniforme de hipster, la novia de la farándula, los gestos ampulosos –desde que bajó del avión– para seducir a la tribuna. La cosa sonaba a fraude. Y los medios compraban con fruición el novedoso paquete.
Su debut tardío, ante Wanderers, empezó a despejar el panorama. Metió un gran gol de cabeza y repartió lujos. Pensamos que, tan pendiente de la mirada ajena como se había presentado, quería agotar su repertorio íntegro en un partido para que lo amaran sin demoras. Para que la tribuna se rindiera a su embrujo en sólo noventa minutos.
Luego se entendió que Osvaldo, un futbolista que oxigena el fútbol doméstico, juega siempre así. A cada intervención le destina el mejor de sus recursos. Su imaginación, su vocación por sorprender, no descansan. Es exactamente lo opuesto al piloto automático, al cumplimiento del deber. Claro que de ahí a la canchereada hay menos de un paso. Pero es un riesgo que Osvaldo toma con gusto.
Con toda justicia, al cabo de un par de demostraciones se quedó con el puesto de Calleri, sin que nadie esbozara un reproche. Como un proceso natural, como los caballeros les ceden el asiento a las señoras mayores. Y eso que Calleri era un indiscutido. Un empeñoso nueve, un pivote fulgurante con potencia de tanque que parecía nacido para reinar en el área de Boca.
Osvaldo es intuitivo en el área, buen cabeceador, tiene dotes de enlace (repasen el primer gol de Boca ante Huracán), gambetea y se asocia en el toque según la oportunidad. Y la mitad de los gestos, ya se dijo, son taquitos o alguna otra fruta confitada. En fin, un talento infrecuente. Hasta da placer verlo patear penales. Una caricia que es, a la vez, una orden rigurosa y un trazo geométrico perfecto.
Además, tiene el entusiasmo de los chicos. Por lo tanto, está a salvo de la indolencia, de la suficiencia que padecen los de su raza. Los narcisistas empedernidos. Ese fervor original lo torna simpático y hace de sus provocaciones una bufonada cándida antes que una llamada a la guerra. Y lo mantiene siempre listo para jugar como el primer día. Para divertirse como en la plaza. Osvaldo nos recuerda que el fútbol es un ejercicio feliz. Se ha visto que para él reírse es el primer mandamiento del show.