“De las paredes colgaban cinco retratos: Humberto Primo; unos novios;
el equipo argentino de fútbol que, en las Olimpíadas, perdió contra los
uruguayos; el equipo de Excursionistas en colores, recortado de
El Gráfico, y sobre el catre del Mudo, el Mudo”.
ADOLFO BIOY CASARES
La ciudad, parafraseando a Borges respecto de la lluvia, es sin duda una cosa que sucede en el pasado. Porque caminar Buenos Aires y mirar tanto bloque de hormigón armado, vidrio y aluminio remite a patios, zaguanes y parras, que se miran con la lente del recuerdo. Recuerdo que es evocación, porque en realidad nuestras biografías cuentan que los patios, las parras y el sonido de los tangos ya eran viejos cuando nuestra modernidad nos cantaba cosas espantosas de Gianfranco Pagliaro, Domenico Modugno o Leonardo Favio, y el paisaje se estrellaba contra edificios de murales indescriptibles… por el mal gusto con que los concibieron.
La evocación se tiñe, también, con los colores de las glorias pretéritas del fútbol, porque si algo ha perdido la ciudad con el cosmopolitismo posmodernista son las raíces futboleras, los colores del fútbol en las paredes, las raíces de los clubes en los barrios. La ciudad gentrificada ha confinado a los cordones bonaerenses la pasión futbolera que supo ser porteña. A diferencia del tango, que ha vuelto en generaciones nuevas de músicos -y en milongas que resisten al gobierno inmobiliario profesional-, el fútbol, en cambio, sólo se muestra como alarde de consumo, de camiseta original de muchas decenas de euros o dólares.
Las canchas que formaban parte del paisaje urbano hoy son, en el mejor de los casos, enclaves exóticos, desenraizados, que generan sorpresa ante la mirada foránea, cuando, por ejemplo, brotan cien pibes con la camiseta de Atlanta caminando por Corrientes y Scalabrini Ortiz, un sábado a la tarde.
Palermo, Chacarita, Colegiales, Belgrano y Saavedra no eran polos gastronómicos, eran simplemente barrios en los que el fútbol era parte de la cultura. Y en los que, por supuesto, había huellas de otros pasados de la ciudad, como los studs de Palermo y el Bajo Belgrano, ya vacíos de risas equinas… o los solares pelados donde estuvieron las villas de Colegiales y del Bajo, que testimoniaban la dura realidad latinoamericana, pero también una ciudad con fronteras sociales menos marcadas, donde hoy la vida cool sólo dejó orbitando el fantasma de Houseman por calles que apenas reconoce.
Está claro, entonces, que la pasión de la ciudad por el fútbol sucede en el pasado, pero sus huellas tienen otras resistencias. Y en Belgrano, si nos dedicamos a practicar la arqueología cultural podemos encontrar muy frescos los rastros de la ruta del fútbol. Un relato fácil de reconstruir porque los estadios siguen de pie y en funcionamiento, y siguen sonando, los fines de semana, para que el viento se lleve nuevas voces al río.
Voces de hinchadas, de cantantes de tangos, de murgas como las de El Sueño de los Héroes, de Bioy Casares, en frenética recorrida por Villa Urquiza, Saavedra, Belgrano, Palermo… Voces como la de Spinetta, que cantó, al fragor del vértigo capitalista que, con su fiebre de renta, devora los paisajes urbanos: “Bajo Belgrano, amor ascendente, es ella quien te busca donde vos no estás”.
Aquel barrio ya no está, y éste del futuro “es casi pasado porque nos estudian la muerte de memoria”, diría el poeta Alberto Muñoz. Pero ahí están las canchas y un nuevo clásico, ése que la suerte de bajo fondo de Excursionistas le escamoteó durante muchas décadas al barrio. Un clásico que en los años 20 y 30 hacía vibrar a buena parte del norte de la Capital, que bajaba caminando para el lado del río, o subía desde los bosques de Palermo.
El equipo de Belgrano, que nació para defender la camiseta a bastones rojos y negros que tomó de los uruguayos de Misiones, en lo que hoy es la plaza Castelli (en Arcos y Roosevelt) y se mudó a Nuñez; y el oriundo de Palermo (Coronel Díaz y Soler), fundado por caballeros que gustaban de las excursiones a los bosques y cuya casaca se inspiró en los mantelitos blancos que posaban esos excursionistas sobre el verde césped.
Para 1912, cada cual ya estaba en su feudo. Comodoro Rivadavia y Libertador, más al norte; La Pampa y Miñones, más acá, casi en Palermo. El barrio crecía y los miraba crecer, hasta que un día apareció River y los trató como el híper mercado a los almacenes. Y ahí siguen ambos a los bordes del gigante y su Monumental. Pasión del fútbol porteño que desafía al progreso, aunque ya las torres que miran directamente a Manhattan, obviando a Montevideo, echen demasiada sombra sobre las canchitas.
En 1950, Excursionistas se divirtió de lo lindo y durante décadas se habló de las cinco pepas que Antonio Barta anotó en ese 5-2 que sacudió a la Primera B. La revancha llegó en el 95, cuando con dos goles de Almanza, Defensores decretó el descenso de su rival a la C, de la cual recién regresó este año. En el medio, desaparecieron la villa del Bajo, que supo ser el alma de los escalones del estadio de Miñones, los miles de personas torturadas en la ESMA, justito enfrente de la cancha de Defe, las casas bajas, los studs, las fábricas…
Y, sin embargo, el fútbol del ascenso de Belgrano se obstina al progreso, a ser devorado por las fauces hambrientas de las topadoras. A diferencia, por ejemplo, de Colegiales, que partió de Alvarez Thomas y Concepción Arenal para Munro, o del mismo Platense, que debió abandonar Cramer y Manuela Pedraza para afincarse allende la General Paz, en Florida.
Quizá tenga razón Spinetta “y es que toda tu canción persistirá siempre, siempre, y hasta en el turbio río…”