Cada uno hace con sus muertos lo que quiere, va de suyo.

Se puede organizar un velatorio de tres días y disponer las honras fúnebres que corresponderían a un presidente democrático o a un ídolo popular. Y hasta si se quiere, las exequias de un rey.

Se puede hacer custodiar el cortejo con motos de la policía y, protocolarmente, pasar por los lugares que el finado, en vida, solía alegrar con su presencia, o no.

Nadie tiene derecho a cuestionar esas decisiones, aunque, desde nuestra posición, se perciban desmedidas.

Por suerte, vivimos en un país demostrativo, con un pueblo acostumbrado a despedir en las calles a quienes lo hicieron feliz. Yrigoyen, Gardel, Justo Suárez, Evita, Perón, Bonavena, Olmedo, Mercedes Sosa, Sandro, Leonardo Favio, Alfonsín y Néstor Kirchner son sólo algunos ejemplos que rápidamente vienen a la memoria de agradecidas, emotivas, acongojadas y sentidas despedidas populares.

En todos esos casos se necesitaban muchos días de velatorio para que tantas personas pudieran despedirse. Se necesitaban motos para abrir camino al cortejo, entre las multitudes que colmaban las calles y arrojaban flores desde los balcones.

No fue este el caso. Ante una estruendosa indiferencia ciudadana pese a ser televisado en cadena por los noticieros y las señales deportivas, el velatorio del que para muchos fue el mejor dirigente del siglo, apenas contó con la asistencia de un puñado de funcionarios, futbolistas y entrenadores. Como en lo peor de la política, el aparato reemplazó la participación popular. Finalmente, el discurso de despedida estuvo a cargo de un suizo.

Dicho esto, nos parecen excesivos los siete días de duelo y la suspensión de la fecha. Pese a ello, esperamos un comportamiento respetuoso del público en caso de que AFA también disponga un minuto de silencio al iniciarse el campeonato.