El último domingo me encuentro en la recorrida del zapping con “Debate final”, programa de título contundente conducido por Martín Liberman, al que secunda un nutrido panel, entre ellos el aguerrido Caruso Lombardi, actual entrenador de Sarmiento de Junín.
El fin de semana viene flojo de fútbol por el feriado de eliminatorias. La teta de la polémica está seca. De modo que, como apertura, Liberman objeta las largas vacaciones consentidas por Pablo Guede al plantel de San Lorenzo (¡cuatro días!, protesta el periodista). Para colmo, en medio de la zozobra por la mala campaña, el propio entrenador se deja fotografiar en las Cataratas del Iguazú como si tuviera derecho a pasear y ser feliz. El round resulta movido, pero los golpes son débiles y la gracia pronto se escurre.
Tema 2: la Selección y su partido mediocre en Chile. Acá Liberman no se anda con chiquitas y propone a Wanchope Ábila para sumarse al equipo de Martino. El conductor, que sabe y aclara que el delantero de Huracán es un futbolista discreto, agita el nombre para provocar. Y exhuma un antiguo rezongo que se escucha en tiempos de vacas flacas. Algo más o menos así: las estrellas de la Selección se hartaron de contar billetes, cogerse modelos, salir en la tele y vacacionar en el Mediterráneo. Por qué no llamamos a los jugadores del fútbol argentino, que tienen hambre y, por lo tanto, se van a romper el culo por ganar. El argumento es falaz, disparatado e inconducente. Pero levanta polvareda (aunque no mucha) en el estudio de Fox Sports. El viejo truco todavía sirve y Liberman tiene una enorme habilidad (y la elegancia de un aristócrata) para tirarlo a la mesa como si fuera una discusión genuina.
Más chispas producen las fotos que menta y luego muestra Daniel Avellaneda, de jugadores de la Selección en pleno jolgorio cuando deberían estar durmiendo y pensando en Bolivia. Salta Nacho González, ex arquero reconvertido al panelismo, en defensa del gremio en el que supo hacer carrera, se meten los demás, el público envía mensajes en contra del buchón y así hasta la tanda. Casi lo logran.
Charlar de fútbol o escuchar a los que reflexionan con agudeza es tan interesante como ver un partido. Y se torna adictivo. Pero la palabra merece respeto, igual que la pelota. Y también cierta destreza. En “Debate final”, como en otros envíos de características similares, no hay exploración crítica, ni confrontación de ideas (¿no se llama debate?), ni argumentaciones interesantes y sinceras. La palabra se dirige, por el atajo, en busca del vellocino de oro: el impacto. El escándalo. El quilombo. Al parecer, fuera de esa estrategia repetida hasta la náusea –y que en los temas futbolísticos adopta la forma de un contrapunto de tribuna, a los gritos–, todo es un páramo. Todo es aburrimiento, jactancia de intelectuales. La negación del show. Para hacer un programa seductor, es menester impostar la furia o la malicia. Meterle a alguien el dedo en el culo o fingir que una estupidez se puede forzar todo un bloque hasta que alguno se ofenda.
El periodismo le asigna un lugar secundario a la información veraz. Más que comunicar hechos reales y comprobables, los medios prefieren corroborar las expectativas de sus lectores. Si el público cree que el funcionario Equis es corrupto, orientan las noticias para confirmar esa presunción. No importa si la información se corresponde con la verdad o es preciso crearla de la nada, porque la misión que se plantea un diario o un canal es satisfacer al consumidor que lo elige, como sucede con todos los productos comerciales. Si esa operación incluye decir la verdad, tanto mejor. De cualquier manera, las invenciones no implican para estos medios un renuncio ético, sino que las toman como un recurso a veces ineludible para cumplir con su premisa comunicativa (consolidar posiciones y hasta prejuicios de su clientela). ¿Alguien acaso se animaría a decir que la ficción literaria es una mentira?
Del mismo modo, el entretenimiento cotiza mejor que la opinión. Y, en aras de que el espectador la pase bomba, el arma invencible –insufrible– es la cocción ligera del escándalo. La pelea de conventillo. En ocasiones, mal vestida con la solemnidad del “debate”.