“El jugador debe volver a la mejor versión, que es la de cuando era chico. Jugaba en su barrio, se divertía, no tenía representante ni plata y jugaba hasta el momento que lo llamaba la mamá para ir a comer. Llovía, se mojaba y no se enfermaba. Ésa es la mejor versión, lo que uno denomina amateurismo”.
Jorge Sampaoli es un héroe Clase B cuya figura salió –y fue tomando forma, mientras avanzaba hacia la cámara– de entre la lejana lluvia del amateurismo. Ya consagrado, eso le dijo a su amigo Pablo Paván en su autobiografía, el libro No escucho y sigo, y ésa fue la idea que ha intentado inocularles a los jugadores de la Selección: el mejor fútbol de todos está en el pasado y es el que está adentro de ustedes mismos.
En el cuerpo técnico sienten y entienden que Argentina –desde hace tres partidos, su Argentina– es un equipo que juega en diferido; a sus futbolistas no les sirve nunca la evidencia que enfrente estén los jugadores de Venezuela o Perú, los partidos los juegan contra el pasado, contra el delito de la palabra fácil, contra la culpa que les hicieron sentir por las tres finales y contra la cultura que ha creado el entretenimiento del periodismo industrial. El arquero Wuilker Faríñez le descascara un gajo a la pelota por el manotazo que le pegó al taparle un gol a Icardi y, en la próxima jugada, Mascherano cogotea desde lejos y cree ver a Neuer, la camiseta del rival se descolora hasta parecerse a la de Chile y, de repente, Di María levanta la cabeza para tirar el centro y se le cruza el holograma de Higuaín. En Crónicas del Ángel Gris, Alejandro Dolina inventa una situación: un delantero se va mano a mano con el arquero. Mientras piensa a qué palo ponerla piensa también que será gol, piensa que ése es el 1-0 y al terminar el partido las entrevistas serán suyas, piensa en la renovación de su contrato, piensa en la transferencia a un equipo de Inglaterra, piensa, se siente hermoso, mira al arquero, patea. La pelota se va por arriba del travesaño, literalmente a la puta que lo parió.
Que la mesa de café haya conquistado el mundo tiene un efecto inmediato, y es ése: cada jugada –cada mano a mano– define el rumbo del universo, es la decisión final. Es uno de los tantos problemas de vivir adentro de un libro de autoayuda, que de una obviedad hizo un mantra: “Hay que salir campeón”, “yo quiero ganar”. ¿Cómo se hace para competir contra una verdad? Todo lo que suceda afuera de esa frase, siente Sampaoli, son cosas que al entretenimiento no le importan, no le sirven: la inteligencia, saber qué hacer y cómo hacerlo, la belleza que ocurre cuando tres o cuatro futbolistas piensan lo mismo al mismo tiempo, tocan, se hacen uno, juegan al juego por el que están ahí. Sin proponérselo, la mesa de café ha logrado que cada futbolista argentino tenga en su mente una tribuna de El Equipo de Primera solita para él. Está llena de reidores, viejos que putean con talento y gente que se tomó dos fernet antes de ir. Mientras tanto, en el Salón de la Justicia (perdón pero al Predio que la AFA posee en Ezeiza –la PAE– siempre me lo imaginé así), Sampaoli les dice a sus jugadores, a los utileros, a su equipo de trabajo: “Hay que volver al juego. A hablar del juego. A sentirlo. A creer en él”.
Ah, el juego: nada más invencible para suspender el tiempo, para salir de él. Cuando estos chicos juegan –cuando cualquiera juega– se vuelve a la luz del primer partido, “a las leyes del placer”, como ha escrito César Aira, “la primera de las cuales, y la única, es la ley de la libertad”.
Siempre tuve la teoría (hasta él lo ha dicho, el problema es que nadie le cree) de que Messi no ve nada de lo que todos vemos cuando juega, por ejemplo, en el Camp Nou. Ante sus ojos desaparecen las tribunas, los chinos, los walkie talkie de los árbitros y hasta –a veces– el color de la camiseta y algunas caras del rival. Messi juega y siente lo mismo que cuando Carlos Marconi, un técnico que tuvo en Newell’s, le dijo que por cada gol que metiera se ganaría un alfajor. “La talla de un genio se mide por su infancia”, ha escrito el mexicano Juan Villoro. Posdata: después de Marconi lo desafiara, Messi metió seis.
El último miércoles, a Jorge Sampaoli le preguntaron en la conferencia por prensa por el cambio de escenario, por la Bombonera, por qué –le preguntaron– no habían hecho reconocimiento del campo de juego, no habían pisado el césped, por qué –le preguntaron– no lo habían querido conocer. El entrenador de la Selección contestó que el césped de Ezeiza estaba muy bueno, igual que el de La Boca, así que, bueno, para qué. “Lo nuestro está en el verde”, puntualizó. Lo nuestro, o sea, el juego, que inmediatamente evapora todo lo que sucede alrededor: los palcos que a veces tiemblan, la partitura de la barra, lo cerca que está ahora el cartel de Movistar. En el verde, entiende Sampaoli, está el rescate, la eternidad de la habilidad primaria, como cuando Gabriel Mercado enfrentó en Puerto Madryn a Escuela de Comercio y su equipo, J.J. Moreno, ganó 15 a 1, con un detalle: 13 goles fueron de él. La única manera de que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución no renueven no sé qué aviso de cigarrillos rubios es ésa: volver a jugar.
En un libro que salió hace unos días y que se llama Nací para ser breve, la periodista Gabriela Massuh recopila y reconstruye charlas que tuvo con María Elena Walsh. Gabriela y María eran amigas, y en un momento la poeta y la compositora le habla sobre el paréntesis que significa jugar.
“Siempre me opuse a esa absurda mitología de la infancia feliz (…) Esa felicidad del mito de la infancia es siempre retrospectiva. Jamás en mi vida escuché a un niño decir ‘soy feliz’ y, si alguna vez lo escuchaste, es el invento de un adulto. Creo que la única felicidad de los chicos radica en el juego –le dice María–. Toda esa mitología de la edad de oro, de la pureza, la inocencia de la incorruptibilidad de los niños me ha parecido un invento teñido de la mala fe del adulto que no se atreve en serio a reconstruir su propia infancia. El juego es como una isla en medio de la vida del chico: ésa es la felicidad”.
El problema es que el juego –el fútbol, un juego– ya no es una isla ahora, porque la desesperación la arrasó. El juego es ahora triunfo o derrota, es heroísmo o es vergüenza, no hay lugar para más. Donde se dice “ahora” debería decir “los últimos 30 años”, o acaso “siempre”, pero bueno: en la Argentina, para colmo, heroísmo son los palos contra Brasil en el Mundial 90 o es la lluvia que impulsó Palermo contra Perú. Como estamos hechos de los recuerdos que tenemos, de dónde elegimos venir, heroísmo será el martes derrotar a un equipo –Ecuador– que perdió sus últimos cinco partidos y que en este año, en Quito, le ganaron las dos veces que jugó. Heroísmo será –en la Argentina que no permite la derrota– lograr una victoria que asegure el Repechaje para ir a un Mundial. Como siempre, las que mandan son las palabras, el significado que le damos y hacia dónde nos arrastra él. En España y Alemania, heroísmo acaso sea un 4-0 a Italia en la final de una Eurocopa y un 7-1 a Brasil de visitante en la semifinal de un Mundial.
Unos minutos antes de jugar la final del Mundial 2010 frente a Holanda, Vicente Del Bosque les hablaba en el vestuario a sus dirigidos: les decía que estuvieran atentos, le decía a Iker Casillas que se alertara, que todos salieran concentrados, hasta que entonces, de entre los hombres vestidos de azul que lo escuchaban abrazados, habló uno. “¡Y a ser valientes! –gritó– ¡Al ataque, tío, al ataque!”. Era Xavi, uno de los tres gnomos –con Iniesta, con Messi– que reinventaron el fútbol mundial.
Aunque creamos, como se cree en los pueblos, que somos singulares o distintos, afuera de la tranquera de nuestro ombligo sucede todo más o menos igual. Hace dos años, cuando Chile fue local en la Copa América, los medios industriales activaron sus reflejos. “Si no ganamos ahora”, gritaban, “¿cuándo?”. La frase en la que Sex Pistols concentró la eterna distopía, el fútbol la hacía literal: no hay futuro, no hay mañana, ya no hay más. Toda esa carga discursiva –esa carga emotiva– iría derecho al botín zurdo de Isla, que debía parar la pelota y no equivocarse nunca, nunca, porque si no ganamos ahora, cuándo, Isla, decime, así que Isla –y Alexis Sánchez, y Medel, y Beausejour– está obligado a hacer todo perfecto, está obligado a triunfar. No debe haber corset más poderoso –para ahogar en el lodo a la creación, el juego– que el corset de la obligación.
Sin embargo, Chile ganó esa copa, se la ganó a Argentina (pudo haberla perdido frente a Argentina), y un año después, en una entrevista con el sitio Goal, Sampaoli dijo: “La meta no era ganar de cualquier forma, sino disfrutar. Eso fue generando que el equipo se construyera como obligación una forma de jugar y no que la única perspectiva fuera ganar el torneo, porque eso hubiera sido suicida. Ganamos porque no nos obligamos a hacer algo”.
Argentina no debe obligarse a hacer nada.
Argentina no debe jugar contra la carga del pasado sino en el pasado, hace años, cuando la lluvia aparecía de repente y se seguía como si nada –cuando la mamá de Di María lo llevaba en el carrito de atrás de la bicicleta porque el barrio en el que jugaba su hijo era jodido y ella lo quería cuidar, y él, que tenía 14 años, se bajaba de la bici y después los limpiaba a todos con una zurda sideral–, allá debe jugar Argentina, en un partido que cada uno de estos chicos juega todavía en su memoria. Sólo por una cosa debe obligarse a jugar Argentina, y no es por el Repechaje, no es por los viáticos de Liberman, no es por el pueblo: es por el orgullo. Por ellos mismos. Por el alfajor.