Todavía transito un pecado que se cura con el tiempo: soy joven. Cuatro años y pico más joven que el Mundial ‘78, un torneo que digerí a partir de las revistas, los videos y los comentarios de una camada que sufrió en vivo el tiro en el palo del holandés Rensenbrik en el último minuto de la final.

Para algunos compañeros de esta redacción añeja es imperdonable que me haga una ensalada con los partidos, que no me quede del todo claro en qué orden Argentina le ganó a quién y cómo fueron los goles de Leopoldo Jacinto Luque.

En algún punto los entiendo: desde que tengo memoria futbolística, los detalles de cada Mundial vienen a mi cabeza de manera natural. Puedo recordar resultados y goleadores de los partidos argentinos desde Italia ‘90 en adelante. Lo hago sin esfuerzo a partir de un factor fundamental: la experiencia. En algún momento alguien me preguntará -para mi indignación- por Messi en el banco en Alemania 2006. Por el gol de Zanetti contra Inglaterra, en el ‘98. Por los detalles de un equipo que dirigió Maradona. Me voy a sorprender y voy a responder con la sonrisa del que ya lo sabe porque ya lo supo. Porque vivir no es gratis, pero viene con premio: vamos sumando recuerdos que nos hacen más sabios sin que nos demos cuenta.

aCuando Brehme le metió el penal a Goycochea, la luz se había cortado en mi casa de la infancia y una multitud se había juntado frente a la televisión en el living del único vecino con grupo electrógeno. Derechazo bajo, cruzado, camiseta blanca de ellos, la nuestra azul. Perdimos 1-0. Esas cosas son imposibles de olvidar, mucho más todavía en una final del mundo.

Para los que no estábamos, es difícil reconstruir el torneo del ‘78, pero es algo que se puede hacer. Diría que hoy es más fácil que nunca. Alcanza con un esfuerzo de hincha: ir al archivo, mirar las imágenes, rescatar el audio, sorprenderse con los números por orden alfabético (Alonso con el 1, por ejemplo), destacar a Fillol, admirarse con Houseman, evaluar rivales, reconstruir curiosidades, entender a la prensa, repudiar a Muñoz. Hacer, en fin, todo lo que hay que hacer para que el conjunto deje de ser una foto en blanco y negro. Darle vida al equipo. Al discurso del DT. A la restructuración de un fútbol que no encontraba el rumbo.

Sumergirnos en el océano de apellidos nos puede dar una pauta del rendimiento deportivo, nos puede esbozar una idea futbolística de época. Un resumen de jugadas nos revelará que antes la velocidad era diferente y que se llegaba más a los arcos, con otro peligro. Una mirada del detalle nos dejará comprender que las defensas se hacían mano a mano y que la gambeta contaba con otro valor. Una lectura de la lista nos hará ver la procedencia local de los jugadores. Letra sobre letra, la evidencia: ahí está todo.

Incluso desde la política podemos ir armando el rompecabezas. Estaba Videla. Ajá. Y a veces iba a la cancha y se lo ovacionaba. Ajá. Y aparecía Massera, y Agosti para completar una junta militar gobernante en pleno estadio. Ajá. Y algún relator obsecuente proponía que éramos derechos y humanos. Y torturaban gente a cinco cuadras. Y tirábamos papelitos por Clemente. Y los fusiles disparaban flores. Y le demostramos al mundo. Y le ganamos 6-0 a Perú. Ajá.

No podemos entender. Porque no estábamos. No podemos entender que no sabían. ¿Cómo no sabían? ¿Qué no sabían? ¿Dónde quedaba la experiencia? ¿Dónde se pararon para gritar los goles? ¿Qué pasaba en las calles? ¿Quién aclamaba a Videla? ¿Cuál era su guerra de entonces?

Pero algo, en ese mundo, nos falta definitivamente. Primero tenemos que pedir perdón nosotros, muchachos: no estábamos. Debemos lamentar que no pudimos estar. Éramos proyectos en la cabeza de otros que habían sacado entradas para el segundo partido en Mar del Plata o para ver un rato a Polonia en el Monumental. Y entonces no pudimos expresar nuestro asco, ni abuchear al genocida, ni confundir el deporte con la política ni llenar tribunas como borregos, ni llorar la pérdida de un hermano, ni tener miedo como correspondía, ni tildar a uno de subversivo, ni cagar a piñas a un milico, ni festejar en el Obelisco.

Por eso, igualmente, no podemos entender. No podemos. No podemos. No podemos. No podemos entender. Porque no estábamos. No podemos entender que no sabían. ¿Cómo no sabían? ¿Qué no sabían? ¿Dónde quedaba la experiencia? ¿Dónde se pararon para gritar los goles? ¿Qué pasaba en las calles? ¿Quién aclamaba a Videla? ¿Cuál era su guerra de entonces? ¿A dónde iban todos ustedes cuando pateaba Brehme y se cortaba la luz?

No podemos. No podemos perdonar ni hacernos los imbéciles ni dejar el recuerdo del Mundial en manos de una generación cómplice (o generación víctima: de las laceraciones físicas, de las opresiones psicológicas, de su propia ignorancia) que en gran parte calló en aquel tiempo para hablar ahora.

Y lamento, muchachos, nuevamente, tener que pedirles disculpas. Porque probablemente yo también habría actuado como un cobarde. Pero hoy, desde lejos, a través de la Plaza, después de los pañuelos blancos, después de un Passarella transformado y en la B con River, después de la censura, después de Walsh, después de todos los Falcon verdes, después de Malvinas, después de Alfonsín, muerto el dictador, “que se vayan todos” de por medio, no puedo entenderlo.

Y lamento, muchachos, decirles a todos lo único que puede decirles cualquier joven sin temor de mirarlos a la cara y hacerles un reclamo. Sin importar la gloria, sin importar la copa levantada o el lujo de ese equipo. Y no es a los jugadores que completaron el Mundial. No es sólo a los hinchas, o a los dirigentes. No es a los revendedores de entradas, ni a los que sin querer aplaudieron el terror. Es a todos, muchachos. A todos. A los argentinos bien nacidos del “algo habrán hecho”. A los que hoy sufren en el pecho haber pasado de largo ese tejido nefasto. Lamento decirles, muchachos, que me tienen que perdonar, pero nos deben una disculpa.


Publicado en el número 60 de la Revista Un Caño, Junio de 2013.