La derrota final en la Copa América promovió la ola revisionista. Ya se sabe que, luego de un fracaso, periodistas y público les cuentan las costillas a jugadores y cuerpo técnico. Este equipo nacional, con Messi incluido, no es la excepción. Se habla de ciclos cumplidos, de la temperatura del pecho inadecuada para partidos bravos, de defecciones en serie, de una generación de fracasados, se acusa de apátrida, se reclama la remoción total (que se vayan todos)… En fin, hay desquites de todos los tenores.
Alguna gente del fútbol se siente indirectamente agraviada por esta conducta. En especial con las objeciones a Messi. Creen que la devoción debe ser incondicional y que los ídolos de su calibre –que nos dieron tanto, que se sacrifican como mártires para cumplir con la Selección– no merecen tal desplante.
El disgusto y la indignación del hincha es el revés de trama de la promoción desbocada de los dioses de la pelota. La otra cara de la idolatría. Si los medios de comunicación y la publicidad nos ofrecen cotidianamente un demiurgo nacido para ganar, quebrar todas las marcas, enamorar a las más bellas damas y que además luce la afeitada más al ras, ¿no es lícito imaginar que el público consumidor se tornará muy exigente?
Pero salgámonos del mercado y vayamos a la pasión popular. El hincha suele tolerar derrotas honrosas (los festejos en la calle luego de perder con Alemania en 2014 así parecen demostrarlo), pero lo ofende que su equipo caiga por desidia o temor. Ante Chile, justo en la escena culminante de la película, a la Selección se le acabó la nafta. Dejó de dar pases, dejó de atacar y dejó, una vez más, solo a Messi.
Tal vez Leo –por temperamento, no por ausencia de destrezas– no logra convencer a sus compañeros ni al técnico de que vale la pena seguirlo a campo traviesa. Abandonar el cálido refugio para aventurarse en tierras lejanas. Messi, el gran Messi, el capitán, quizá debería gritar desde el palo mayor (como hacia otro capitán al que la tropa seguía aun en las peores tempestades) y mostrar el camino, incluso cuando no sale una puta gambeta.
Frente al desaire, el público, con su lógica de enamorado, entra en un pico de despecho, se siente engañado. Timado en su buena fe. Tanto que gritó, tanto que le permitieron ilusionarse en los partidos preparatorios, tanto que le repitieron que esos de celeste y blanco son los mejores del mundo… Finalmente despierta en el desierto de lo real con un grito de furia.
Está bien reconocer que Messi y la Selección jugaron muy mal. Y que Leo, hasta tanto no gane un torneo con la Selección, será, al menos de este lado del mapa, un héroe incompleto, part-time. Mejor no acudir a consuelos fantasiosos. Las observaciones crudas no ponen en tela de juicio la genialidad de Messi, que es irrebatible. Tampoco impiden admitir que al plantel de Argentina le sobra talento.
Los personajes de la talla de Messi, Mascherano o Lavezzi ya saben, a esta altura, que recibir descalificaciones enardecidas es parte de su función social. Así los hinchas purgan sus frustraciones no sólo deportivas. Así se purifican. Eso que Aristóteles llamaba catarsis. Y que si fuera más perdurable podríamos llamar psicoterapia. Pero es fugaz. Dura ese rato en que uno rompe el carnet y jura cambiar los domingos de fútbol por excursiones culturales.
Luego se recupera la razón y el sentido de las proporciones. Y entendemos que no se tienen que ir todos, que Messi es un crack que nos llena de orgullo y debe estar siempre (¡hasta que levante una copa!). Y se renueva la fe en que, algún día, la Selección será campeona jugando como Dios manda.