Llorar una vez con los acordes del himno nacional, lejos de casa, se comprende. Dos y hasta tres veces también vale como flaqueza excepcional. Ahora: lagrimear sistemáticamente, como si se recitara el estribillo, revela que el termostato está descalibrado. Hablo de Los Pumas, claro, y sin ánimo de pautar cuándo uno debe o no soltar los mocos. De hecho, mi tía Elsa lloraba cada vez que se le corría la media. Una pavada al lado del himno.
Lo que trato de decir es que ese gesto de extrema sensibilidad quizá nos hable no sólo del compromiso de los jugadores con los colores del pabellón nacional, sino de cierta adrenalina descontrolada. Al público le encanta la pura emoción. En las películas, en la cancha, en los actos escolares. Y, por tanto, celebra la lágrima patriótica así como los huevos extra large, el atributo que suele encabezar las referencias orgullosas a los pupilos de Daniel Hourcade. Hay quienes disfrutan incluso de compararlos, como espejo invertido, con los supuestos amargos del fútbol. Que ni siquiera cantan las bellas estrofas redactadas por Vicente López y Planes.
Y está muy bien dejar el corazón. Sospecho que es lo habitual en lidias como un Mundial. Ahora, una cosa muy distinta es que la emoción librada a su ritmo volcánico rija todas las acciones de un deportista. Ahí no tendremos un jugador con garra, sino un tipo atolondrado.
Me pregunto si algunos errores cometidos por Los Pumas en el partido ante Australia no son primos hermanos del llanto que, a falta de haka, los argentinos dejan fluir a chorros antes de cada partido. Juraría que ciertos apuros son obra de ese potro desbocado al que se suben y que les infiltra más nerviosismo y confusión que soluciones felices.
Argentina tuvo su momento más destacado en la semifinal durante la primera mitad del segundo tiempo. Pero no fue garra (ni magia, agregaría alguien) lo que equilibró un partido desparejo. Fue la organización para defender. La disciplina táctica solidaria, inteligente. Del mismo modo, el resultado favorable a los Wallabies no obedece a su testosterona más copiosa, sino a su enorme categoría. A la cohesión que los hace parecer invulnerables. Y que, calculo, proviene de una mezcla de talentos naturales (el porte de gorila es parte de ese paquete) y planificación estratégica. Porque, estratégico como pocos deportes, el rugby necesita tanto del coraje para fajarse en las montoneras como de la mirada panorámica. De una tregua de frialdad -¡perdón por la palabra!- destinada a organizar el siguiente paso colectivo.
Aplaudo la entrega y el ardor de Los Pumas para disputar cada minuto. El temple (y los cambios adecuados) fue el bastión para resistir y luego obturar el resurgimiento de Irlanda en cuartos de final. Pero tal vez Sudáfrica, por dar un ejemplo, derroche idéntica energía, idéntico coraje, sin lograr un instante de belleza. Por eso, si algo me permito resaltar antes que cualquier valioso matiz del temperamento, es el proyecto de equipo que han desarrollado Los Pumas bajo el ala de Hourcade. Aun en mi calidad de lego, de adoctrinado por los amigos expertos en los rudimentos reglamentarios, puedo notar la diferencia con otras versiones del seleccionado. Se percibe la aspiración de jugar como los mejores y de intentar hacerlo también frente a los mejores. Por la persistencia en esa dirección y el talento de los ejecutores, tal aspiración se hizo carne. El deseo es ahora una realidad de pases encadenados. Un equipazo. Eso sí me suena heroico.