Una publicidad de TyC Sports deja en evidencia que, durante los Juegos Olímpicos, algo de cordura invade a los aficionados y deportistas argentinos. En esos segundos se observa como Paula Pareto festeja como loca su medalla dorada en la categoría hasta 48 kilos de judo. Y también se ve como Fernanda Russo se abraza con su madre por haber obtenido la 20° posición en la competencia femenina de rifle desde 10 metros.
En las reacciones de la judoca se observa la coronación de una deportista llamada a ser medallista, cuya carrera fue construida buscando este objetivo. Obtuvo el bronce en Pekin 2008, fue 5° en Londres 2012 y finalmente se dio el gusto de ser la primera deportista mujer argentina en obtener una medalla dorada.
Fernanda, en cambio, con 16 años, entiende que ese 20° puesto es el trampolín necesario para seguir creciendo en su especialidad. Sus medallas plateadas en los Juegos Olímpicos de la Juventud de 2014 y en los Juegos Panamericanos de Toronto no la obnubilaron. Siempre supo donde estaba ubicada y cuál era su potencial.
Sabemos perfectamente que en el deporte se compite para ganar. Que seguramente es lo más importante. También sabemos que los triunfos se festejan, contagian alegría y que muchos argentinos habrán vibrado durante la lucha de Pareto. Ver a una compatriota con el oro colgando siempre es motivo de celebración.
El asunto, siempre, es qué se hace con las derrotas. ¿Se debe llorar por ser segundo, tercero o un resultado por debajo de las posibilidades? ¿Es una tragedia perder? “Tú no has ganado nada”, decía el arquero paraguayo José Luis Chilavert para descalificar a sus interlocutores, como si el hecho de obtener uno que otro éxito deportivo lo calificara para opinar de todo o le diera una autoridad superior al resto de los mortales. Ni que hablar de si esa condición ganadora lo convertía en mejor o peor persona.
“Ser segundo es ser el primero de los perdedores”, decía Ayrton Senna. Una frase luego replicada por tantísimos otros deportistas y entrenadores. Hay otra, acuñada por Carlos Salvador Bilardo y repetida por Diego Simeone luego de perder por segunda vez consecutiva la final de la Champions League: “Del segundo no se acuerda nadie. Perder dos finales seguidas es un fracaso”. Quien firma esta columna niega absolutamente que una pelota en el palo, una pifia o un error pueda desmoronar por completo el trabajo realizado por un equipo durante un año de competencia. Llegar a una final es todo un acontecimiento. Pensar las cosas en esos términos es anular la naturaleza del deporte, en donde ganar o perder es una posibilidad. Si uno juega sólo para ganar y no admite que el resultado final puede no ser el esperado, se debe dedicar a otra cosa. A cualquiera, menos a competir.
Todo esto sería una anécdota si este tipo de comportamientos exitistas no se derramaran hacia otros aspectos de la sociedad y, todavía mucho peor, si no fueran los motores que encienden pasiones descontroladas en los espectadores y que muchas veces desembocan en tragedias. El culto al éxito es una declaración de principios absurda. ¿Desde cuándo sólo sirven los ganadores? ¿Cuántos de nosotros podemos decir que alguna vez nos sentimos ganadores en las actividades que desempeñamos? ¿Por qué le pedimos a un grupo de deportistas que salden nuestras frustraciones?
Ganar o perder no es lo mismo. Está claro. Frente al éxito todo es más sencillo. La derrota debe ser aceptada, procesada y capitalizada. De grandes fracasos deportivos pueden surgir maravillosos triunfos. Todo depende de cómo se asuman. De eso se trata el espíritu olímpico, como dice la publicidad. Y nosotros lo ampliamos un poco más: de eso se trata justamente el deporte.
Esperamos ansiosamente que estas líneas sean comprendidas por los lectores en su justa medida. Nadie dice que hay que jugar sin arcos o que ganar y perder es lo mismo. Lo único que se dice es que hay que estar preparado para saber qué hacer frente a la derrota. Si no se entiende, nos quedará la misma sensación que nos acompaña desde hace décadas: la de tirarle margaritas a los chanchos o la de tratar de sacarle agua a las piedras. La primera es frustrante, la segunda, inconducente.