La Gloria y Devoto son estaciones únicas, sin paradas intermedias. Y esa díada funda la llamada pasión futbolera, fórmula decorosa que aspira a embozar la necedad. Lo sabemos, pero a veces se presenta con inusitada agresividad y tanta desfachatez, que nos parece un producto nuevo. A la adoración le sigue el linchamiento, es una secuencia repetida en todas las tribunas. Que se sumen los periodistas, tampoco sorprende. Quizá la proliferación de foros de debate, de horas de aire y de fomento del escándalo fuerce la sensación de que esta crucifixión sumaria es más aparatosa, más veleta y más taimada. La condena unánime, digo, a la Selección Argentina. A Agüero, en especial, y a Di María y a Higuaín. Es decir, a tres de los mejores jugadores del mundo imputados ahora de “camarilla”, meros beneficiarios holgazanes de la amistad de Messi. Los mismos a quienes ayer nomás se consideraba escuderos indispensables para que Leo se sintiera cómodo y desarrollara su genio. Los mejores socios. Hasta Mascherano, el señor testosterona, cayó en el fusilamiento. Y Rojo. Y Demichelis.
¿Qué se dice? Que son burgueses, que no ponen, que no les interesa la Selección y que no hay que llamarlos más. Que, por mucho que se destaquen en Europa, en el equipo nacional resultarían más eficientes algunos atletas de cabotaje con hambre de guita y notoriedad. Así, como sugiere Caruso Lombardi en su atalaya de la cadena Fox (sin que nadie lo contradiga), un equipo con Marcone, Bou, Laucha Acosta, Buffarini y Román Martínez podría tomar la posta sin perjuicios notorios.
La premisa rancia del amor a la camiseta se le puede perdonar a un hincha menor de edad. Que lo repitan adultos con micrófono, supuestos especialistas, conocedores del paño, luce como una estupidez pero es un resorte del show. Impostar candidez estimula la hoguera en la que arden los amigotes de Messi y demás estrellas. Si los expertos fueran más honestos o peores animadores reconocerían que la camada de futbolistas locales que postulan como recambio deportivo y moral no porta la pasión visceral y arrasadora que, según ellos, les falta a los jugadores enjuiciados. En ambos casos, hablamos de profesionales que, como en otros gremios, abrazan su tarea con mayor o menor alegría. Pero que coinciden en que su cometido no es defender la dignidad de un pabellón sino forjarse una carrera. Para lo cual se requiere responsabilidad, dedicación y talento. Como para dedicarse a la odontología o a las artes militares.
Ningún jugador profesional es convocado a su selección por el compromiso afectivo con la camiseta nacional. Algunos lo tienen (no los vuelve mejores); otros no hacen demasiados distingos entre colores nacionales y escudos de clubes, privilegian como valor el sentirse a gusto y cultivar el propio prestigio (no se tornan por esto descartables ni inferiores). A unos y otros se los mide por el aporte al equipo. Cada cual con sus saberes y destrezas.
Los indignados de hoy, con los periodistas a la cabeza, replican a los de 2001. Aquellos que pedían a gritos que se fueran todos los políticos. Su reemplazo hipotético, como ahora, era una ilusión. Una fuerza purificadora sin historia ni filiación partidaria. El puro bien. Y, como ahora, la ilusión, que siempre es tan estimulante, al ser presentada como una solución verosímil, casi una certeza, se transformó en un fraude.
La Selección jugará mejor, será un equipo, en la medida en que pisen la cancha los futbolistas más dotados en todos los aspectos. Proponer que se vayan todos no es una alternativa, sino una descarga emotiva, un modo de castigo. Habría que ejercer la crítica genuina antes que promover la silla eléctrica. Esa práctica contempla, como primer movimiento, admitir la riqueza impar del equipo argentino. Pensar en un recambio paulatino, calibrado según las necesidades del equipo y no la ira de un periodista, suena productivo y estratégico. También habría que preguntarse si el DT elegido en soledad por Armando Pérez (a quien las malas lenguas, en los corrillos dirigenciales, se refieren como Pepe Curdele) es capaz de armonizar vedetismos superpuestos, inevitables, e inducir a sus estrellas a jugar con un lenguaje común acorde al acervo del plantel. Y, sobre todo, si está en condiciones de detectar los llamados al cambio cuando corre riesgo de mácula alguno de los nombres rutilantes.