No sé cuándo apareció, aunque estoy casi seguro de que fue hace mucho tiempo, una dicotomía estúpida y posiblemente argentina que pregunta desde la falacia futbolera: ¿vos preferís jugar bien y perder o jugar mal y ganar? Lógicamente, yo prefiero conjugar lo mejor de las proposiciones y ganar jugando bien, como cualquier hijo de vecino, pero sobre todo prefiero acostumbrarme a jugar bien para estar más cerca de poder ganar, que es el objetivo perseguido por cualquier club o Selección, sea cual fuere su filiación ideológica.
Podría hacer una disquisición mucho más larga acerca del tema, pero para eso existe el Gordo Palacios, que hace engranar a Pagani mediodía y noche con algo tan simple como esa boludez infinita.
Sin embargo, hace un tiempo me di cuenta de que el verdadero hincha de fútbol no está signado por cómo quiere ganar. Eso es fácil, ganar queremos todos, no hay discusión. La verdadera esencia del fanático deportivo está recortada por cómo quiere perder.
Quiero perder con identidad, sabiendo que fui superado en mi ley. Incluso si mi ley funcionó torcida. Incluso si mi ley me terminó encarcelando. Quiero poner las reglas del juego.
El partido de Argentina contra Irán en el Mundial me sirvió especialmente para notar esta cuestión, aunque paradójicamente terminara en victoria. Lo que me pasó fue lo siguiente: después de 20 minutos más o menos normales en el partido, que llegaron hasta una jugada hilvanada que terminó en un tiro de Agüero atajado por el arquero, estuve 70 minutos pasándola realmente pésimo. Miraba cómo a Higuaín le rebotaba la pelota, cómo Di María se atolondraba hasta parecer un acelerado sin talento, cómo Zabaleta perdía marcas, cómo los centrales perdían en el juego aéreo en defensa, cómo el equipo se regalaba en el retroceso y cómo Messi caminaba la cancha post vómito.
Nada estrictamente nuevo, digamos, pero fui acumulando impotencia. Me senté en un sillón a deprimirme mientras jugaba la Selección. Porque reconocía que el rival era inferior y que había jugadores en cancha que podían elevar su potencial y entendía que con un plan específico las cosas podrían haber sido diferentes. Porque veía que faltaba movilidad para romper un previsible pero prolijo planteo defensivo y que había que hacer cambios –cualquier cambio, algún cambio– mientras el técnico debatía con sus ayudantes quién podía salir.
Porque soy un pesimista que es un optimista: un tipo que ve todo lo malo de su equipo pero que quiere ganar el Mundial y piensa que se podría, pero no así; con estos, pero no como están; con otros, pero no los que faltan. Porque soy un contradictorio, y porque a veces me pregunto para qué me hice periodista o incluso hincha de fútbol si tan bien me podría haber ido tocando la trompeta en un crucero de esos que van por el caribe nueve de cada 12 meses todos los años, tomaría ron y me tostaría al lado de unas turistas posiblemente suecas con muchas ganas de hablar el idioma y de conocer un morocho local que les lea Las Catilinarias mientras sueñan con una playa que les haga olvidar del frío que queda lejos, lejos, lejos, muy lejos.
Hasta que Messi metió el gol. Entonces, sí, me relajé, me solté la corbata, me agarré los huevos y se lo dediqué a Pelé, a Queiroz, a Ahmadinejad, a los que hacen comida armenia–árabe en el restaurante de la esquina de mi departamento. Lo grité como si hubiéramos ganado un partido fulero de cuartos, me olvidé de las suecas y me di cuenta de que, efectivamente, el problema no era ganar, sino perder. O empatar, resultado que en ese partido era comparable en preocupación con una caída por las ocasiones que generó el rival –gracias, Romero- y porque Argentina tenía que seguir peleando por su clasificación a octavos. Fue entonces cuando me pregunté cómo me hubiera hecho sentir la derrota.
Como el culo. Lisa y llanamente.
La segunda pregunta fue iluminadora: ¿por qué? Porque soy de los que prefieren perder jugando bien. Porque esas derrotas invitan a pensar en el potencial, lo que podría haber pasado y lo que podría pasar en el mediano o largo plazo. Y si bien es cierto que es mejor quejarse del rendimiento en la victoria, para tener alguna posibilidad de corrección sin trauma, cuando termino abajo en el marcador me gusta que me inviten a la esperanza. Porque allá voy, yo con ustedes, jugadores, triangulando en corto y poniendo esa pelota en el palo, será de dios, la próxima la metemos, no te puedo creer que termina, agregá dos más, mirá cómo hacen tiempo. Porque si pierdo y no ofrecí nada vuelvo a deprimirme en el sillón. Como después del 0-4 con Alemania. Y tengo que esperar 4 años.
Pensé en aquella serie ya casi famosa de Barcelona contra Inter, en una semifinal de Champions. Y aunque ante el examen de conciencia profundo tuve que admitir que en esa situación hubiera preferido ser del Inter, también tuve que concederme que, como hincha del Barcelona, la eliminación no me habría jodido tanto.
Cambié el ejemplo rápido porque Barcelona es un nombre muy grande y un fenómeno demasiado duradero y exitoso, con títulos anteriores y posteriores a esa derrota puntual. Tomé, entonces, el caso de Inglaterra. La Inglaterra de Hodgson, la Inglaterra armada para rejuvenecer el fútbol más viejo del mundo.
Inglaterra jugó dos partidos en el Mundial. Dos de los cuatro o cinco partidos más maravillosos, atrapantes, entretenidos y brillantes del torneo. Digamos, para ser justos o realistas: al menos para el espectador neutral. En esos dos encuentros alineó a un pibe de 19 años, también a Sturridge –que para mi gusto, junto a Van Persie, Robben, Benzema y Valbuena es una de las individualidades más regulares en el alto nivel que tuvo el campeonato por el momento– a su estrella indiscutible del ataque y a un delantero más. Además jugó para adelante y tuvo chances de ganar los dos partidos.
Los perdió. Ambos. Cometió errores. En los dos. Pero siempre supo a qué jugaba. Desperdició oportunidades de gol, es cierto. Se equivocó en defensa, dejó libre a Pirlo, abandonó la marca de Suárez. Pero Inglaterra es algo. ALGO. Algo. Es algo. Es eso. Es Inglaterra. De acá a 20 años vamos a saber cómo jugaba Inglaterra. Y si tenemos suerte, si ellos tienen suerte, seguirá jugando a lo mismo. Está en una búsqueda que incluye al chiquilín Sterling y a toda la parafernalia juvenil que viene con ese desparpajo que los dejó eliminados. Ese equipo desbordó identidad. Aunque fuera una identidad perdedora.
Yo estaba triste en el 0-0 argentino porque no entendía a qué estábamos perdiendo. A qué estábamos empatando. A qué estábamos jugando.
Hay muchos equipos que sí lo saben. Aunque no lleguen al éxito. Eso es lo que quiero para mí. Para mi equipo. No quiero la abulia de la incertidumbre, perder jugando mal o sin tener en claro por qué pierdo. Quiero perder como Inglaterra. No, mentira. Estrictamente, no quiero perder. Nunca. Quiero ganar. Y jugando bien. Incluso quiero ganar como Argentina, llegado el caso, gol de genio a los 90. Pero si toca perder –o mejor dicho, cuando toca perder, porque la derrota tarde o temprano llega– quiero perder como Inglaterra. Quiero perder con identidad, sabiendo que fui superado en mi ley. Incluso si mi ley funcionó torcida. Incluso si mi ley me terminó encarcelando. Quiero poner las reglas del juego.
Claro, mi pedido es engañoso porque incluso grandes equipos de juego consolidado y espíritu convencido tienen partidos espantosos que les cuestan derrotas sin respuesta. Recuerdo, por ejemplo, al Athletic Bilbao de Bielsa, que se lució en una Europa League justo hasta la final, donde jugó a cualquier cosa menos a lo que venía jugando y perdió bien perdido el título contra el Atlético Madrid del Cholo. Y eso puede pasar también. Que yo sepa a qué juego y no me salga un día. Ese día me voy a sentir tan frustrado como siempre antes porque voy a haber cometido el error doble de perder sin dar respuesta futbolística, de perder como molesta, jugando mal o sin jugar.
Un día después de la eliminación más dolorosa que puede tener un equipo en una Copa del Mundo –dos jugados, dos perdidos, afuera– la Federación inglesa ratificó al técnico en su cargo hasta 2016. Quieren ver más derrotas felices en la Eurocopa. Quieren tener un poco más de ese vértigo que los identifica, llegar al Mundial que viene, a ver si cambiando algunas piezas, si hubiera entrado la de Rooney que dio en el travesaño quién te dice.
Ellos se mantienen en la suya porque es SUYA. Se lo creen incluso en la puteada fiera que trae armar las valijas tan temprano. Y nosotros, en octavos y todo, más allá del viejazo, Suecia 58 o el lugar común, todavía no sabemos cuál es la nuestra.