Yo no lo vi jugar, pero no me hace falta. Ramón Enrique fue, es y será el mejor de los hermanos Enrique: mejor que Héctor Enrique, mejor que Carlos Enrique, mejor que Rubén Enrique (el menos conocido de los cuatro, que jugó varios años en Brown de Adrogué).
“Ramón era el mejor de los Enrique”. Escuché la frase una y otra vez en la tribuna y en la platea de la cancha de Lanús. De nada sirve que apele a datos fríos para contradecir a quienes sostienen esta teoría.
Si digo, por ejemplo, que Héctor el Negro Enrique fue campeón en el Mundial ‘86, si agrego que fue campeón de América y del Mundo con River en ese mismo año y que integró un gran equipo de Lanús (el del regreso definitivo a Primera División en 1992), estoy perdiendo el tiempo con información inútil. Si digo que Carlos el Loco Enrique fue campeón de América y del Mundo en 1984 con Independiente, y campeón de la Copa América con la Selección Argentina en 1991, tampoco agrego nada. Y si digo que sólo mencioné los títulos más importantes de ambos, ni aún así convenceré a los ramonistas. Y si insisto y digo que los equipos mencionados quedaron en la historia del fútbol argentino, malgasto caracteres que bien podría utilizar para hablar de lo importante, de Ramón Enrique, el mayor y el mejor en una familia famosa por el buen pie de los vástagos.
Héctor (el fantástico número 8) y Carlos (el notable número 3 ) están en Wikipedia; Ramón, no. Ramón era el mejor, tal vez precisamente por eso: porque su nombre es un secreto a voces, un dato que solo atesoran los iniciados, los que saben de verdad.
Yo no lo vi jugar, pero no hace falta. Sé que es el mejor de los Enrique. Me lo han dicho tantas veces que aprendí a creerlo. Consigo su teléfono, lo llamo y le pregunto si efectivamente es el mejor de los Enrique, y él me dice sin dudar: “no se equivocan los que dicen eso, jugaba muy bien en serio. Me probé de 10, y ése era el puesto donde más me lucía, donde mejor jugaba”.
Ramón empezó a ser titular en 1978, en el peor momento de la historia de Lanús, el año en que el club se fue a la C. Integró –qué digo “integró”, fue la gran figura– el equipo que ascendió a la B en 1981 y que jugó el torneo de la B en 1982, el que ganó San Lorenzo.
“El viernes anterior al partido con San Lorenzo, en cancha de Lanús, estábamos en la concentración y Don Pedro Dellacha, el técnico, dio el equipo. Y yo no estaba… Me dio una bronca tan grande que agarré el bolsito y me fui a mi casa. Me vinieron a buscar Don Pedro y Néstor Díaz Pérez (un importante dirigente del club), y finalmente acepté ir al banco. Entré a los 15 minutos del segundo tiempo, íbamos 0 a 0, y en el minuto 44 hice el gol de la victoria. Fue la mayor alegría que me dio el fútbol.
Tan bien jugaba Ramón, el mejor de los Enrique, que ese mismo año lo compró River. Pero Ramón seguiría jugando en Lanús, hasta que terminara el torneo. Y llegó un maldito partido con Atlanta. Ramón se fracturó el peroné y su pase se cayó para siempre. “Jugué en Estudiantes de Caseros, Argentino de Quilmes, Central Córdoba de Santiago del Estero, Los Andes, en ligas regionales, pero nunca volví a ser el mismo”, cuenta él.
Después de su retiro, Ramón trabajó en las Inferiores de Lanús y descubrió a muchos buenos jugadores, como Sebastián Blanco y Ezequiel Carboni. “Les decía lo que yo pensaba como jugador: que la pelota era la novia, que había que quererla, que si no hay fútbol asociado no se puede jugar bien… Y algunos asimilaron la idea. Ahora no tengo laburo, pero ya voy a volver. No me pidan resultados, pídanme jugadores”.
Yo no lo vi jugar, pero sé que era el mejor de los Enrique. Y eso que vi jugar a dos de sus hermanos. Y eso que los dos jugaban muy bien.