Si hay algo que distingue a Marcos Rojo, nuestro salvador más reciente, de todos sus compañeros de Selección es su completa falta de conciencia del riesgo. Es la característica que lo hace más querible: juega al filo, sin complejos. Suelto. Sin importarle que un movimiento pueda llegar a ser desprolijo o antiestético, o hasta poco efectivo. Juega sin miedo a equivocarse, incluso cuando se equivoca. Se tiene una fe a prueba de todo. Se cree mejor de lo que es, y eso lo hace mejor.
Esa característica puede transformarlo rápidamente en villano, con algún error pavote en un lugar delicado de la cancha. De hecho se ha mandado sus macanas en el primer partido de Rusia 2018. Pero –ya no puede ser casualidad- es la misma cualidad que lo vive convirtiendo en un héroe simpático con la camiseta de la Selección.
Al tipo le importa un rábano si tiene que levantar la pierna un metro y medio para despejar una pelota dentro del área, a centímetros de cometerle penal a un nigeriano que queda noqueado por cabecearle el pie. Mucho menos todavía se pone colorado si por errar un cabezazo la pelota le da en un brazo inexplicablemente levantado (VAR mediante, zafamos de que nos cobren otro penal que no era). O si se la pasa cortita a Caballero, como hizo un par de veces en el duelo con Islandia que le costó ser suplente ante Croacia.
Rojo es una suerte de Caniggia. Todas las cosas que te vas a acordar de él pasaron con la camiseta de la selección.
— Un Caño (@REVISTAUNCANIO) 26 de junio de 2018
Porque Rojo juega a lo de siempre. No está jugando en el barrio, pero casi: la camiseta de Argentina no le pesa, ni parece darse cuenta de que la lleva puesta. Juega en la Copa del Mundo como en Estudiantes, o en la canchita del barrio. Cagándose de risa y prometiéndole a Pogba -su compañero en el United, donde juega poco y nada- que va a hacerle un gol a Nigeria y le va a ganar en octavos (historia real).
Para un equipo horizontal y bastante previsible, la presencia de Rojo en la cancha es disruptiva. Rompe a la hora de marcar. Y cuando la agarra, pasan cosas. Aunque sean cosas raras. Se va al ataque con más ímpetu que criterio y eso genera muchas veces sorpresa y desequilibrio. Se proyecta en momentos impensados y toma decisiones difíciles de anticipar.
Puede ser que la despeje de rabona dentro del área, como hizo en el Mundial pasado. Que salte a cabecear y la jugada termine en gol –como contra Bosnia y contra Nigeria-. O que patee un tiro extraño que aterriza en Agüero para que haga un gol, como contra Islandia. O que se meta como un loco al punto del penal, cuando había quedado como stopper en una línea de tres, y patee con derecha para que Messi se le cuelgue del cuello en un festejo necesario.
Perdido por perdido, gana.
También puede ser que tome confianza y empiece a tirar centros como si fuera de verdad un lateral izquierdo. Es así que termina en el once ideal de un Mundial alojado en Brasil, que lo vio jugando en una posición ajena, puesto que también ocupaba un tal Marcelo. Cosas del destino. Premios por jugársela.
Muchos dudaban de su presencia como titular, antes del partido. Decían que entraba a la cancha por ser un histórico, uno de la mesa chica. Un subcampeón del mundo, después de todo. Fazio aparecía como una opción más confiable. Y puede que lo sea. Pero en el contexto actual, Argentina necesita incertidumbres, rebeldías y fiabilidad relativa. Necesita un rupturista con tendencia al riesgo, porque como equipo debe arriesgar más. Un loco, bah. Uno que se anote en el libro Guiness de la inconciencia.
Necesita uno que no tenga miedo de mandarse un cagadón tremendo que termine en eliminación. Y que deje su puesto en el fondo para jugar un rato a ser el 9 que hace el gol de la clasificación.