No sólo hay poetas malditos, también hay jugadores malditos. Son aquellos sobre los que se cierne el murmullo apenas toman la pelota. Aquellos que fomentan, sólo por salir a la cancha, la irritación del hincha, que parece empujarlos voluntariamente al fracaso. Como si se tratara de una purga necesaria para el equipo, de un sacrificio cíclico.
Los futbolistas malditos cumplen la función (dramática, que no táctica) de chivos expiatorios. En ellos se concentra el mal.
Digamos un Silvani, ¿se acuerdan? Mi padre me dice que el Pocho Pianetti, un delantero de Boca de los años sesenta, también desafiaba la escasa tolerancia del público futbolero. El pobre Bou, por citar un caso muy fresco, es otro que cargó con la condena precoz. Y su resurrección remarca el carácter arbitrario del veredicto.
En algún momento, la maldición insinuaba alcanzar a Lucas Boyé. El joven había desperdiciado varias oportunidades de gol claras, lo que motivó ciertas referencias socarronas, el prólogo clásico del escarnio.
Por suerte, y por la mano paciente de Marcelo Gallardo, que ha sabido introducirlo en tan exigente escenario paulatinamente, Boyé no se deprimió. Y cada vez que le tocó jugar lució su variada paleta de recursos.
Tachar a Boyé de ineficaz no sólo implica precipitarse peligrosamente con un jugador de apenas 19 años. A su vez demuestra una alarmante falta de sensibilidad para detectar el talento. Inaceptable sobre todo en un público que se valora a sí mismo como catador avezado.
El domingo Boyé metió su segundo gol en Primera, una exquisita definición, propia de un frío ejecutor, un verdugo sin culpa, que es lo que se les reclama a los animales de área.
Es cierto que llevaba casi ocho meses de sequía, una marca exigua incluso para un delantero que juega en forma esporádica. Pero aun así, no caben dudas de que, dentro del pelotón de atacantes formados en el club que luchan por un lugar al sol, Lucas es la promesa más estimulante.
No la metió seguido, de acuerdo. Pero ha dado sobradas señales de su extenso repertorio. La talla de tanque que le permite cabecear con ventaja no es obstáculo para desarrollar su destreza en la acción personal, mano a mano. Boyé encara para izquierda y derecha con idéntica facilidad. Y no necesita los metros que habitualmente requieren los grandotes para tomar una velocidad que desestabiliza la defensa.
Además es un certero pasador. Ha desarrollado la intuición para reconocer al compañero bien ubicado y para encontrar su parcela en el mundo. Y, ya lo verán, gracias a esta suma de facultades, será asimismo un goleador temible.
La raigambre bostera del apellido quizá le juega en contra. Pero en cuanto depongan sus prejuicios, los hinchas de River no podrán menos que celebrar el advenimiento de un futbolista con pronóstico de crack.