Brasil dejó la Copa América con la opacidad a la que lo condenó la suspensión de Neymar. No hubo estruendo, no hubo escándalo. Apenas una serie de penales mal ejecutados, luego de una exhibición futbolística discreta.
A un año de la debacle del Mundial, con un cierre 1-10 en el marcador (ante Alemania y Holanda), la pronta salida en el campeonato que se juega en Chile ha dado lugar a algunas humoradas, arrestos de nostalgia y, por supuesto, enérgicas demandas de revisionismo. El común denominador entre los brasileños quizá sea el desconcierto. La triste comprobación de que esa camiseta gloriosa, pentacampeona del mundo, ya no inspira en la comunidad futbolera más que el respeto reglamentario que se le tiene a cualquier rival que viene con la autoestima baja.
El editor del diario Lance! Walter de Mattos marca un hito trágico: “Brasil optó por copiar los defectos del fútbol europeo a partir de la derrota de 1982. No copió la organización, con sus ligas profesionales y campeonatos cada vez más organizados y atractivos. Ellos aprovecharon y copiaron la técnica y el toque de pelota que era marca del fútbol brasileño”. En su inflamada columna, agrega que, como producto de ese intercambio desigual con el viejo continente, la España victoriosa de los últimos diez años y la Alemania campeona de 2014 “tienen las características de nuestras grandes formaciones del pasado”. Acto seguido, exige una renovación profunda –de la que no debería participar Dunga– que intente rastrear el camino de regreso a las fuentes.
El mojón de 1982 alude el Mundial de España, donde compartieron equipo Sócrates, Falcão, Zico y Toninho Cerezo, exponentes de un juego exquisito, que sin embargo sucumbió ante la prosaica Italia de Paolo Rossi. La fecha tiene un paralelo perfecto con el Mundial de 1958, a partir del cual Argentina inauguró su complejo de inferioridad frente a los europeos. No los copiamos, sencillamente les empezamos a temer. Hasta el desastre de Suecia, alguien escribía El Gráfico de Yrigoyen y entonces, sin competir ni salir al mundo, nos creíamos los mejores. Pero estábamos a años luz de ese escenario ilusorio. De pronto, el mítico potrero, con sus atorrantes inspirados, dejó de considerarse el semillero más prolífico y excelso. Y en su lugar surgieron las loas al estado atlético y el profesionalismo.
Quizá Brasil esté surcando una desorientación y un desarraigo semejantes. Y en lugar de convocar entrenadores románticos, devotos del barroco playero que distingue a los genios mulatos, han apostado primero por Scolari y ahora por Dunga. La racionalidad ante todo.
Así, Brasil aportó la novedad de afincar sus garantías –y sus estrellas, además de Neymar– en la defensa. Thiago Silva y David Luiz eran presentados como los custodios de las puertas del cielo y el corazón del Scratch. Mientras que en la delantera le daban la camiseta a cualquiera. A Fred y a Hulk, por ejemplo.
Los implacables alemanes revelaron que la famosa zaga tenía algunas goteras. Sin embargo, durante el proceso de Dunga, esos nombres se mantienen (con el agregado inestimable de Miranda, hay que decirlo) y la gestión de ataque sigue siendo un renglón sin atender, un ítem secundario. De lo contrario no jugarían Firmino y Tardelli. Que se arregle Neymar, que para eso es el último estandarte del fútbol virtuoso del Brasil.
Ahora bien: ¿es culpa de los entrenadores (básicos, conservadores, ya lo sabemos) la pálida dotación de futbolistas que la selección amarilla reúne en cada convocatoria? ¿O por alguna confabulación de razones se secó el pozo y esto es lo que hay? Neymar, según se ve, ya no es la norma sino la excepción milagrosa.
El hecho de que algunos jugadores de acotada creatividad hayan sido renombrados números diez en el país vecino acaso ilustra parcialmente la cuestión. Conca y Montillo, por ejemplo, alcanzaron un reconocimiento superior al que les prodigaron en su país de origen.
En cuanto a bucear en la identidad para remontar la cuesta, la propuesta suena utópica. Brasil, como Argentina, Colombia o Uruguay, tiene una selección integrada por futbolistas que han hecho su vida profesional en otras culturas. ¿Dani Alves juega como un brasileño o como un representante de la escuela catalana? Si existe un estilo global exitoso, lo exportan las potencias centrales, los clubes europeos. No las camisetas nacionales. Ahora todos quieren asemejarse al Barça. Argentina, a la cabeza. Las selecciones, cada vez más, son conglomerados multinacionales en los que, casi sin tiempo de convivencia, quedan escasas posibilidades de desarrollar un lenguaje común. Lamentablemente, los colores patrios no aseguran la cohesión.