En la película El hincha, un Discepolín desencajado dice: “¿El hincha? El hincha da todo a cambio de nada”. Conmueve esa escena. En ella hay verdad, tango y mística. Y en esa frase encontré una defensa que me sirvió en aquellos años en los que algunos cuestionaban que viajara en el 57, un miércoles por la tarde –dos horas de ida y dos de vuelta- para ver un Luján 1 – Atlanta 0. O que faltara al casamiento de mi prima Lili, en Paraná, por un Atlanta 3 – Estudiantes de Buenos Aires 1, en Villa Crespo, con los viejos tablones.
Pasaron aquellos años, ya no tengo rulos, no jugamos con Luján, mi prima Lili se separó, se volvió a casar y se volvió a separar. Atlanta sigue en el mismo lugar: en la oscura B Metropolitana, categoría que aspiró a ser la vieja Primera B ochentosa y que se convirtió en una C maquillada. Ahora no me haría falta tomar el 57 porque tengo auto. De todos modos, no hay dónde ir. Los visitantes, por la violencia, no pueden ir a la cancha. Pero como no se atrevieron a prohibirles la entrada a los de Boca, River y compañía, en Primera se puede ir de visitante y hay escenas desesperantes. Los domingos ¡a las 11 de la noche! los hinchas de Tigre vuelven a su casa después de una derrota. Cómodo, en mi sillón, me pregunto qué sentido tiene lo que hacen esos tipos. Como buen neurótico, también los envidio y me vulnera una añoranza por aquellos años perdidos en los que iba a cualquier lado. Y al cómodo que me pregunta por qué lo hacía, le contesto que el hincha da todo a cambio de nada. Ahora tomo perspectiva, y me surge otra duda: ¿el hincha da todo? Y me repregunto: ¿a cambio de nada? Veamos: ¿qué es todo lo que tiene para dar el hincha? Su aliento, su dinero para la entrada y/o la cuota social, su dinero para el merchandising, su colaboración gratuita en alguna tarea en el club… Y no se me ocurre qué más. No me vengan con la boludez de ir a agarrarse a piñas por los trapos. A veces, el hincha da desde la razón; otras, desde el corazón. Y algunas más, desde el orgullo y el interés, para mostrar que hace cosas por el club, o que tiene aguante, o que ese sentimiento inexplicable lo lleva a cualquier locura. ¿Todo eso es realmente a cambio de nada? Seguro que no. Nadie hace nada a cambio de nada.
El hincha quiere ganar y entonces alienta. Quiere que su tribuna esté llena y entonces va a la cancha. Quiere que su hinchada grite más que la otra y entonces grita. Quiere que los jugadores de su equipo no le roben y entonces los putea. Quiere que su rival fracase y entonces le desea lo peor y se burla de sus desgracias. Quiere, como todos los seres humanos, encontrarle un sentido a la vida. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Quién soportaría este mundo sin encontrarle un sentido a las cosas? Sin sentirse útil. ¿Cuál es el pecado de estar ahí, rodeado de otros desaforados, abrazado a desconocidos que tal vez son chorros, le pegan a la mujer o quieren que vuelvan los milicos? Uno no lo sabe, pero en un gol te abrazás con cualquiera que comparta ese espacio. Se busca un motivo para vivir. Algo importante. ¿Era tan importante estar a los gritos, en esa tribuna, agarrarse los huevos y burlarse del puto que estaba en la popular de enfrente? ¿era tan necesario ganar ese partido para sentirse exitoso?
A veces estoy en la radio, haciendo el programa, a las 6 de la tarde, y por la tele dan, por ejemplo, Huracán-Gimnasia. Y veo a esos tipos que dejaron el trabajo, la familia, los amigos y están ahí, haciéndose problema por algo que en realidad no es un problema. Y por un rato quiero ser ellos. Quiero que no me importe nada. Quiero agarrarme los huevos. Quiero gritar y saltar por una causa que no existe y decirle al otro, hasta dejarme la garganta roja, que no esiste. Quiero vibrar por esos tipitos que por 90 minutos están en el lugar en el que quisimos estar todos. Eso sí es extraño: vamos a ver a tipos que pudieron ser lo que nosotros no. Es ir a ver cómo se cogen a una mina que nosotros ni la tenemos en Facebook. Me despierta tantas contradicciones este asunto. Se me va tanto tiempo pensando en si está bien o está mal. Seguro que no hay respuesta. Seguro que está bien y que está mal. Imaginen si en la vida fuéramos como en la tribuna. Si tuviéramos a un tipo de clásico rival. Si le festejáramos en la cara porque perdió el laburo o porque su mujer se fue con otro. Eso seguro no estaría bien. A lo mejor se trate de disfrutar y nada más. Pero, ¿se puede disfrutar de algo así?
Cada vez que Atlanta salía a la cancha, los jugadores saludaban y enseguida se ponían a trotar para calentar por cualquier parte del campo de juego, y mi amigo el Checho me decía lo mismo: “ya está, pasó lo mejor”. Después empezaba el partido. Si va ganando, pedimos que termine. Si va perdiendo, que siga, pero para empatar. En caso de empate, el deseo depende de las necesidades del equipo. Es lindo todo esto. Es lo que me sale escribir ahora. Es lo que sentí hace un mes más o menos, un martes a las 3 de la tarde que me dejé libre para ir a ver Atlanta-Morón, televisado y en Villa Crespo, ahora con tribunas de cemento. Estaba otra vez ahí, en ese lugar, que es un poco mío también. Pero, lejos de dar todo, sentí que no di nada y que a cambio quería la gloria, la hazaña, una goleada con lujos que me regalara la ilusión de un ascenso. Pero no. Desperdiciamos un penal, tuvimos un par de situaciones y no mucho más. Ellos no llegaron nunca. Terminó 0 a 0 y quise que dure un poquito más.
Nota publicada en la edición impresa de Un Caño número 20, de diciembre del 2009. En ese momento, los visitantes podían ir en Primera.