El domingo pasado, antes del partido River-Tigre, a alguna mente preclara se le ocurrió regar intensamente la cancha, sin tomar en cuenta que el día anterior había diluviado. El resultado fue, durante los primeros quince minutos, un show de patinaje, aunque sin la gracia de las leves jovencitas que se destacan en esa disciplina. Los jugadores suplicaban por tapones de mayor altura (galochas necesitaban), mientras la pelota, al deslizarse, levantaba una estela espesa y geométrica de agua.
El partido, durante un rato largo, fue una porquería. Mejor dicho: fue un cometido imposible. Pero no se trataba de un boicot, sino de una disposición sagrada entre los nuevos hábitos del fútbol: la cancha tiene que estar mojada. ¿Por qué? Porque así es más rápida. Porque así le gusta a Messi y porque así se usa en todo el mundo.
En épocas remotas, los futbolistas se quejaban si el piso estaba blando, resbaloso. El agua no ayudaba, en especial a los de técnica pulida. Ya tenían que lidiar con los pozos en las canchas yermas de entonces como para agregar un chubasco artificial. Habrían dado un brazo por las modernas alfombras cortadas con alicate que vemos por ESPN. ¡¿Cómo las iban a inundar?!
Los que echaban agua eran los que no sabían. O los taimados, como el Toto Lorenzo, que se jactaba de conducir un equipo barrero, de prohijar una épica cochambrosa. El Toto no quería un juego más veloz, sino joder al prójimo, sacarlo del eje, someterlo a la inestabilidad. Era un ventajero, como todos los que, en cualquier actividad, embarran la cancha.
Ahora es al revés. Los exquisitos reclaman humedad. Los pisos recién encerados. Si sos Messi, vaya y pase. Pero si sos Tula, por decir alguien, empieza a peligrar la integridad de los colegas. A buena parte de los jugadores de la liga argentina le cuesta ajustar el pase en condiciones meteorológicas óptimas y sobre un pasto tierno y parejo. ¿Por qué, entonces, insisten con el riego antes del match? ¿Por qué carajo quieren ir más rápido si, dadas sus necesidades y aptitudes, tendrían que ir más lento? ¿Le añadirían al ecosistema del estadio un viento de 150 kilómetros por hora para que la pelota vuele? Entonces no jodan con los grifos.
En los deportes sobre parqué, los auxiliares se meten en la cancha, trapo en mano, para secar de inmediato cualquier amago de charco. Suena sensato. Previenen la patinada. En el fútbol, en cambio, se promueve el accidente. El curso azaroso de la pelota, cuando no las caídas aparatosas a lo Buster Keaton.
Entiendo que, a esta altura, el terreno tal como lo dejó el rocío matutino es una especie de desierto para los jugadores. El cambio cultural indica que al fútbol se juega sobre una superficie empapada. Todos aprendieron de ese modo. Se ha impuesto el obstáculo, la exigencia técnica extrema, que no todos están preparados para afrontar.
Prefiero que la celeridad no sea un derivado del suelo (como la papa o la soja), sino un atributo de los atletas. Aunque no el más importante, claro. A veces vamos rápido a ninguna parte. O al lugar equivocado.
Me acuerdo de una frase muy descriptiva de los militares: “Al pedo, pero temprano”.