El otro día vi un tape del hijo de Martín Palermo, que se llama Ryduan, como si fuera un beduino. El chico juega en las inferiores de Arsenal y es un lungo que merodea el área con más apetito que resultados estéticos. Igual que su padre. Habrá que ver si también tiene su genio.

El hecho es que Junior convierte un gol, corre hacia el costado de la cancha y, una vez reunido y formado el numeroso grupo de compañeros que acaba de acudir al festejo, hace tomar una foto de tan emotivo momento. Pero no una foto para la tapa de “El cencerro de Sarandí” o un boletín de las divisiones juveniles de AFA. Una foto privada, de cumpleaños.

La moda de registrar un souvenir de los propios goles acaso la haya impuesto en estas costas remotas Daniel Osvaldo, futbolista recientemente importado por Boca del mundo del espectáculo. Pero puede ser que haya ejemplos anteriores.

Sin dudas, los pioneros fueron los albinos islandeses que, al cabo de un gol ¡de penal! emprendían una compleja coreografía que mimaba un día de pesca. Colosal puesta en escena que superaba largamente la factura del modesto gol y que terminaba, cómo no, con una foto del enorme ejemplar capturado de las aguas imaginarias, en brazos del pescador y su público (revívanlo, vale la pena).

Aquella notable performance anuló los esfuerzos de los futbolistas de todo el planeta por celebrar de modo original y desbordante. No hubo nada igual. A pesar de que los lances continúan. Por ejemplo, un jugador de la liga de los Estados Unidos (¿era la liga de los Estados Unidos?, veo tanta televisión que pierdo las referencias) repartió entre los colegas del team cascos de metalúrgico para gritar el gol. Buen intento.

Sin el mismo despliegue, sin el mismo talento para la actuación, los homenajes a los islandeses sobreviven con el uso de la cámara, que ya no es ficticia como aquella, sino un dispositivo móvil de última generación. Es quizá un signo de la época: la voluntad irrefrenable, maníaca, de registrarlo todo y ponerlo en circulación global. Un relato de las vidas privadas y públicas en tiempo real. Esa parece la discreta utopía comunicacional.

Pero no quería hablar de eso, que es, por lo demás, tema académico, reflexión espesa y macerada por cerebros más aptos que el de este cronista. A lo que iba es al verdugueo insoportable que supone que un tipo que te acaba de hacer un gol baile la Danza de los Siete Velos y luego saque el celular de la media sudada y tome imágenes del instante de gloria en dulce montón. Como si en lugar de un compromiso deportivo profesional, aquello fuera una despedida de soltero.

Los jugadores hablan de códigos. No hablan de ética sino de códigos, como la mafia. Se trata, entiendo, de una serie de obligaciones no escritas, pero grabadas a fuego en las napas más profundas de la conciencia corporativa. Las tablas de una ley sectaria. Algo así.

Los códigos estipulan, por caso, que si un futbolista le mete un gol a un equipo por el que pasó veinte años antes, en las categorías infantiles, no debe celebrar sino impostar cara de pollo mojado y unir las manos en gesto de disculpa. Es decir que en lugar de alegrarse por su actual camiseta, por el club que le paga el puchero y la hinchada que lo sigue domingo a domingo, se conduele por su lejano pasado. Una suprema idiotez que nadie evita y que tiene reputación de lealtad.

¿No podrían aplicar ese código solidario al festejo de los goles? ¿No podrían limitarse a levantar el puño como hacían los futbolistas en blanco y negro o sonreír con ganas al estilo del gran Claudio Paul? ¿Cuál es la necesidad de frivolizar un momento central del rito deportivo con algún numerito pavo, falto de nervio y espontaneidad? ¿No detectan los jugadores la diferencia entre el festejo y la burla?

A veces, la verdad, dan ganas de que terminen cero a cero.