Las notas sobre los partidos tienen que escribirse antes de que se jueguen, le digo a Alcaparra, quien me ignora olímpicamente. Si se escriben después pierden sentido porque no hablan sobre ideas sino sobre resultados. Alcaparra me mira de reojo, aburrida y no dice nada. Si se piensa un partido después de jugarse, con el resultado puesto, nos convertimos todos en directores técnicos que, entendiendo poco y nada, intentamos explicar lo sucedido, tornando estériles las conversaciones. El partido ya está jugado y lo sucedido, sucedido. Y claro, de hubiera o hubiesen, está lleno el panteón de los pensamientos inútiles. Hablar de un partido antes de que se juegue es una declaración de principios, es la defensa de una idea, no la explicación de aquello que nos excede y que tiene que ver con millones de circunstancias que no manejamos. Alcaparra se levanta tranquilamente y se va, sin mirar atrás, por el balcón a perderse en el pulmón de manzana.

Alcaparra es mi gata. Llegó hace poco más de un año por ese mismo balcón por el que se acaba de ir. No sé por qué me eligió a mí, pero sí sé que no le gusta el fútbol. Pobre, no me aguanta más, con mi tele prendida y esos pseudo periodistas deportivos diciendo tonterías a los gritos. No puede creer que alguien en su sano juicio deje entrar al gordo Palacios a su casa. Quizás se quiera ir a buscar otro dueño que le guste otra cosa pero, haciendo cálculos, debe preferir quedarse y ahorrarse los momentos traumáticos de irse de casa y adaptarse a nuevas situaciones. Además, siempre le puede tocar un dueño peor que vea el Bailando o al forro de Majul. Así que se queda.

SampaoliAntes no le hablaba de fútbol porque cuando quería pensar algo al respecto, lo escribía. Hace casi un año que no escribo más de fútbol, no quiero, me aburro. No quiero darle más vueltas al fútbol en mi cabeza porque se desgasta y pierde energías para cosas que me dan más vida y no menos. Quiero limitarme a ver algunos partidos de vez en cuando y punto. Entonces, resulta que ahora cuando quiero decir algo de fútbol se lo comento a ella, y ella, pobre, no tiene la culpa.

El otro día, ilusa ella, sin saber lo que iba a provocar y solo por mantener una amena conversación mate mediante, me preguntó que quién quería que gane el jueves entre Argentina y Perú, y claro, desencadenó en mí la discusión futbolera interna más difícil del año, despertando al mostro voraz de la pelotita que estaba dormido en los laureles. Ahora me suplica que por favor no le hable más, que piense en silencio o que escriba una nota. Y en eso estoy. Después habrá que ver si la gente de Un Caño la quiere.

La pregunta sobre el partido del jueves me metió en el problema más grande de los problemas sin importancia. Me hizo pensar en la pregunta que hace mucho tiempo evitaba hacerme. No quería pensarlo ni un segundo porque me generaría un choque múltiple de neuronas que explotarían entre sí, sin salida posible. Y es que no tengo respuesta. O sea, tengo dos. Quiero que gane Argentina y quiero que pierda. Pero quiero ambas cosas con total seguridad. Las ansío con las mismas ganas. Es decir, una encrucijada de la puta madre. Es tanta la imposibilidad de salir de ahí que temo que el choque múltiple entre neuronitas futboleras de un lado y del otro generen un empate técnico de tal magnitud que me anulen por completo, haciéndome cable a tierra y convirtiéndome en energía sobrante. Temo implotar.

La pregunta de Alcaparra se convierte en un enigma e intento olvidara, no darle bola, hacer como que no pasa nada, como que nunca lo pensé. Pero, cada vez que Alcaparra pasa cerca de mí, persiguiendo un caramelo que hace días intenta abrir y no puede, yo me acuerdo del maldito enigma y quiero que me trague la tierra. Veo a Alcaparra y comienzan a chocar nuevamente las neuronas exaltadas y yo solo quiero que el partido no se jugué, que explote la bombonera en mil pedazos -sin el público adentro, obvio, no vayan a creer ahora que yo estoy haciendo una alegoría de la violencia y encima uso el nombre de Alcaparra con tales malévolos fines-, quiero que se suspenda el partido, que no haya Mundial, que haya una guerra mundial, que el coreano se vuelva loco y el pato Donald le retruque, o que sea lo que sea, pero que sea ya. A mí, me importa un Perú.

SampaoliNo soporto la idea de que gane Argentina y no soporto la idea de que pierda Sampaoli. Si gana Argentina va a hacer feliz a un montón de gente que no se lo merece. Un montón de miles y miles de argentinos que durante la última década dejaron de hablar de fútbol para hablar de símbolos y de resultados. Con Batista, Maradona, Martino y Sabella la selección jugó mal y a veces horrible. A veces intentó jugar bien y jugó mal, y a veces intento jugar horrible y jugó horrible. Cuando jugaba mal y perdía, todos decían que era culpa de esos muertos que en Europa son los mejores cada fin de semana, y sobre todo el petiso veloz, ese pechofrío culpable de no ser Maradona ni ponerse el equipo al hombro, como si esos muertos llamados hinchas se pusieran al hombro algo más que la bolsa de carbón para hacer el asado. Cuando jugaba mal y ganaba, nadie decía nada. Cuando el petiso maravilla metía los goles para la victoria, o sea siempre, los cancheros de la bolsa de carbón miraban para otro lado. Es por eso que de fútbol hay que pensar antes del partido y no después. Para evitar la viveza criolla de los oportunistas.

Y así, tras mis inmensas ganas de que pierda Argentina, están mis inmensas ganas de que gane Argentina porque tiene un entrenador que juega fútbol, al fútbol ofensivo. Por fin llegó alguien que hace del fútbol algo parecido a un juego, con ganas de correr y meter goles, y no una mediocre ecuación donde la suma de las estrellas genera un equipo de fútbol.

Alcaparra me ve escribir a lo lejos, sentada sobre el techo a dos aguas de la casa de enfrente y me guiña un ojo. Yo hago como que no la veo y sigo escribiendo. Al cabo de unos minutos la veo entrar por la ventana. Se sienta sobre la mesa, entre el mate y la computadora, y comienza a leer esta nota. Tras unos minutos de atención, mi mira y deja claro que está de acuerdo, que es necesario que se deje de hablar de nombres, de figuritas millonarias, de éxitos, de fracasos y que se vuelva a hablar de fútbol. Antes de irse de nuevo me hace un gesto. Quiere que escriba su sorprendente frase de cabecera y yo, cómo no, le hago caso: “Ganar es fascista”.