Había en la primaria un compañero al que le decíamos Hiena. Era flaco, era alto, liviano, parecía hecho de papel; uno de los muñecos que suelen estar a la puerta de las gomerías, siguiendo y dibujando el viento, algo así. Lo de Hiena debió haber sido por su cuello largo y la risa, pero finalmente nos quedó otra cosa de él: era al que siempre elegíamos primero en el pan y queso, el que más jueguitos hacía, el que más gambeteaba, el futbolista total.
El primer fútbol que jugamos en la vida se rige por dos o tres saberes y muchísima discriminación: están los que saben gambetear, los que saben hacer lujos, los que saben patear y los que saben pegar. El fútbol era sólo eso (orden, pases, relevos, presión, rotación, son palabras que pertenecían a Actividades Prácticas, a Taller), mientras los arqueros venían a cumplir con la exigencia del decorado, salvo que dos pares de zapatillas o buzos o mochilas los reemplazaran con la efectividad de la Revolución Industrial. Así era, así nos hicimos: el fútbol era gambetear, era tirar un caño, todo lo que a la Hiena le salía genial. “Mirá, mirá”, decía, y levantaba la pelota y se mandaba una fantasía youtubera que servía como firma para recordarle al vencido que había perdido una vez más.
El fútbol no era -entonces- lo que jugaba Román. El fútbol no había sido nunca todo lo que Román nos alumbró.
El fútbol era Maradona, el circo que tenía en esa zurda, su gambeta y su velocidad. El fútbol era Batistuta, que pateaba como si se hubiera enojado con su señora y todos gritaban gol. Por aquellos años también nació Orteguita, que sin moverse del lugar enganchaba cuatro veces y los extras no se la podían sacar. Pero el fútbol no era, no había sido nunca, lo que nos enseñó Román. Que el mundo podía ser de los lentos, también. Que con un pase se lo podía dominar.
Que los equipos podían ser un vals colectivo moviéndose como una marea si algunos pases los regían, los organizaban: los pases que daba él.
Riquelme hacía sólo tic, y hasta parecía jugar con la repetición incluida. Enganchara, gambeteara o la pisara, el truco ya se veía, lo veías, sabías por dónde y cómo había pasado: un mago lento, generoso. Neymar pasa entre tres y te preguntás qué hizo, qué pasó, cómo pasó. Los Supersónicos necesitan del subtitulado de la repetición.
Que casi siempre habrá un compañero mejor ubicado, sólo hay que dársela.
Que para qué patear fuerte, para qué: el arco siempre será demasiado grande para los que la saben colocar.
El villano de los X Men -el primer Magneto público- tenía el poder de manejar con la mente todo lo que se pudiera imantar. El tipo se paraba frente a su enemigo, alzaba los brazos y empezaban a volar mesas, puertas, vigas, el puente Zárate-Brazo Largo o un colectivo de la línea 86. Como Magneto, Riquelme tampoco se movía, era el mundo el que se huracanaba a su alrededor: él la pisaba y a sus costados volaban un Clemente, un Palacio, un Ibarra, un Neri Cardozo, el Ledesma al que no le había llegado el moretón. Lanzas azules, y de repente, el silencio, un lento silencio: Riquelme soltaba el pase y un compañero aparecía solo, mano a mano con el arquero, mientras el enemigo se preguntaba qué había pasado ahí.
“Cuanto más suave la caricia, más penetra. Cuanto más lento el movimiento, más impacta”, describió su técnica el mago René Lavand, en un hermoso perfil que escribió Leila Guerriero. René Lavand -mago, manco- había asombrado al mundo con un truco de cartas que llamó “No se puede hacer más lento”, y cuya técnica bautizó como “lentidigitación”.
“La belleza de lo simple”, se explicó Lavand. “Tic, tac. Y si podemos hacer sólo tic, mejor”.
Riquelme hacía sólo tic, y hasta parecía jugar con la repetición incluida. Enganchara, gambeteara o la pisara, el truco ya se veía, lo veías, sabías por dónde y cómo había pasado: un mago lento, generoso. Neymar pasa entre tres y te preguntás qué hizo, qué pasó, cómo pasó. Los Supersónicos necesitan del subtitulado de la repetición.
Ortega, el Mellizo, Palermo, Gallardo, Riquelme, Verón: se retiran los dibujitos animados de nuestra adolescencia. Los que nacieron durante ella. La primera dinastía de jugadores que vivimos sin que nadie nos contara nada, sin aquellos inverosímiles goles en blanco y negro que inventó la radio. Nuestros dibujitos nacieron y murieron en color. Nacieron y murieron con nosotros, que crecimos, y más crecimos después de que se retiró Román. Miresé: veintipico, treinta años y ya anda diciendo que fútbol era el que jugaba él. Todo el otoño en un día.