Lucas Zelarayán lleva el apellido de uno de los grandes escritores argentinos (de nombre Ricardo), autor de La piel de caballo, una joya de novela que recomiendo vivamente y sobre la cual ojalá haya ocasión de extenderse en el futuro. Pero ese no es el mayor mérito del jugador de Belgrano, claro, sino apenas un accidente.
Sus talentos son otros y variados. Es un hábil cultor del imprevisto merced a su gambeta, tiene buena pegada, velocidad, sentido solidario. En suma, es un diez a la argentina: inspirado, apilador, menudo y morocho. Su diferencia de fábrica con esta raza criolla es que su pierna mejor es la derecha.
Tiene incluso el plus de heroísmo y arrogancia de los que se saben superiores a la media (de los compañeros) y emprenden jugadas imposibles (que ellos estiman posibles) cuando las papas queman. Así lo hizo, por ejemplo, cuando su equipo perdía ante Boca, y encendió el fastidio de Alejandro Fabbri, un fanático del sentido común, que no pudo ver allí otra cosa que egoísmo.
Se diría que Belgrano, club del que es hincha, le empieza a quedar chico. Sin embargo, a sus 23 años, palpito que no se pelearán por él los clubes de Europa, ni siquiera los de modesta envergadura. Sus destrezas, su biotipo y su tradición cultural (que, para simplificar, podríamos llamar potrero) han caído en desuso hace mucho tiempo. Y no importa qué tan eficaz sea un jugador de esta clase (hablemos de productividad, para no irnos por las ramas con cuestiones estéticas), la desvalorización resulta inevitable. Aun cuando el número uno del mundo es tributario de la cantera simbólica de los petisos que juegan erguidos, sacando el pecho y el culo y partiéndose la cintura en cada slalom.
A Zelarayán lo quiso Independiente y probablemente en algún momento se lo lleve. ¿Será su techo? No sé debido a qué prejuicio, a qué discurso eventualmente dominante entre los eruditos de la táctica y/o el marketing, no son muchos los que se toman en serio estos talentos. Me animo a especular, al modo de los novelistas de ficción científica, que el Maradona post Cebollitas (el adolescente que ya deslumbraba), implantado en la actualidad, sería tomado como un futbolista decorativo, un zurdito que hace malabares pero que el mercado juzga demodé. Por lo tanto, le vaticinarían un porvenir limitado.
Me acuerdo de Lanzini. A los 21 años, con una carrera íntegra por delante, eligió irse a los Emiratos Árabes (ahora lo prestaron al West Ham) cuando era uno de los cracks emergentes de la Argentina. ¿Por qué rumbeó hacia los arrabales del fútbol sin esperar una oferta más acorde a su capacidad? Además de la angurria por la guita, quizá Lanzini evaluó que, en su calidad de diez habilidoso de la vieja escuela, sería peliagudo conseguir algo mejor que Al-Jazira.
Tal vez Zelarayán llegó a una conclusión semejante y sus pretensiones de evolución oscilan entre la sobriedad y la resignación. Esperemos que no.