César Menotti, de vuelta de tantas cosas, guerrero jubilado y reflexivo, se permitió el reconocimiento a un equipo dirigido por su villano favorito, Carlos Bilardo: aquel Estudiantes campeón de 1982/83 en el que sobresalían Trobbiani, Ponce y Sabella, trío romántico y pisador, acaso extraño a la tradición pragmática de los platenses. “Jugaban bien”, fue el escueto elogio del Flaco que, en sus labios, sonó a panegírico.
Sin embargo, a pesar de las muchas propuestas alternativas barajadas por las nuevas generaciones de entrenadores y del carácter de show comercial que el fútbol cultiva y que debería sepultar cualquier remilgo ideológico, la disputa sigue firme. El zanjón que separa el menottismo del bilardismo mantiene su ancho y profundidad.
La elección de Gabriel Milito como sucesor de Mauricio Pellegrino actualizó la fobia de los hinchas de Estudiantes. Su pasado junto a Pep Guardiola y quizá alguna declaración en defensa del buen pie bastaron para erizar la piel del núcleo duro pincha. La filiación del ex jugador del Barcelona como entrenador está en veremos, toda vez que ahora debuta. Pero su legajo amerita las sospechas.
Se supone que la presentación con un triunfo ante Barcelona de Ecuador, que implica luz verde en la ruta copera, aquietará las aguas. Por las dudas, de todos modos, Militó aclaró: “Soy un fanático de la estrategia”. Es decir: no soy un adalid de las banalidades, de las jugadas suntuarias, no tengo la estética de un decorador de interiores pues soy un animal competitivo.
Milito pudo haber dicho, sin faltar a la verdad: “Mi designio es ganar”. Tal vez no se pronunció tan pobremente porque quiso que su primer discurso estuviera por encima del lugar común. Todos quieren ganar, claro. Habló en cambio, de una mirada proyectiva; para que nadie temiera el contrabando de nociones aborrecidas como inspiración, improvisación, creatividad y otras pestes.
Por algunos testimonios que recogió la televisión entre los asiduos concurrentes al estadio, los hinchas de Estudiantes proclaman la santidad del resultado. El mandamiento bíblico que cuenta es ganar. No importa cómo ni por qué. Pero van a la cancha, no se limitan a chequear el marcador en el diario del lunes. Por lo tanto, les interesa el fútbol. Y prefieren que su equipo les ofrezca una victoria disfrutable (por caso, que haga muchos goles) a que la obtenga merced al azar de un bolillero. Ganar siempre, de acuerdo. Pero, si se mantiene la premisa de oro, no desprecian a los jugadores talentosos.
Lo que de ninguna manera están dispuestos a soportar son las doctrinas, ridículas para ellos, que proponen la gratificación de acuerdo con los alcances estéticos. Aquellos entrenadores y jugadores capaces de rescatar el buen juego realizado como dato favorable en la eventual derrota. ¡Vade retro! Son chamuyeros. Hipócritas. Nada existe de estimable en la derrota, dicen. No hay consuelo ideológico en la tragedia. El fútbol no es una hoja en blanco donde se inscriben principios estéticos y morales, propósitos monumentales entre los cuales el triunfo es un apéndice, un incidente cuya ausencia no siempre debe lamentarse. ¡No! El fútbol es un campo de batalla en el que sólo sirve ganar. Con los exquisitos movimientos de la familia Verón o con la roña sistemática prohijada por Osvaldo Zubeldía.
Milito, sin dudas, sabe mejor que nadie a qué atenerse.