La dirigencia de San Lorenzo se lanzará finalmente a la construcción de su segundo estadio, en tierras de Boedo, donde estuvo el legendario Gasómetro. Como si no abundaran las canchas profesionales de fútbol en Buenos Aires –otro de los récords negativos que nos distinguen– y como si la holgura económica le permitiera al club de Marcelo Tinelli darse caprichos de magnates, San Lorenzo se patinará –son estimaciones de su presidente Matías Lammens– entre 50 y 60 millones de dólares para darle forma al estadio Papa Francisco, homenaje a su hincha más famoso y recuperación de la raigambre católica de los orígenes. Son épocas, se ve, de fervor histórico.
Refutar la conveniencia de erigir un estadio en un barrio populoso me parece redundante. El impacto ambiental (por usar un término lo bastante genérico) sería catastrófico, algo que probablemente admitan hasta los impulsores más entusiastas de “la vuelta a Boedo”, aunque lo consideren un dato menor al lado del tamaño de la causa. Tampoco se discute la legalidad de la empresa. Una norma votada por el oficialismo macrista y el FPV, en tiempos en que andaban juntitos los dos juntitos en el recinto de la legislatura porteña, habilitó la expropiación de los terrenos del vilipendiado supermercado Carrefour y la luz verde para la llamada “restitución histórica”.
Las invocaciones a la “identidad” para justificar la demencial construcción de otra cancha hacen ver la pérdida del Gasómetro como un arrebato de la dictadura. Y la diáspora posterior (la mudanza al Bajo Flores), como un exilio forzoso. San Lorenzo jugó su último partido en la cancha de avenida La Plata en diciembre de 1979. Pero la venta del predio fue un largo proceso que culminó en 1985, es decir en plena democracia alfonsinista, y contó con el aval de sucesivas asambleas de socios. Para entonces, el intendente Osvaldo Cacciatore, señalado por cierta narrativa sanlorencista como el villano de la saga y cuya utopía de hormigón devastó buena parte de la ciudad, hacía tres años que había abandonado el cargo conferido por la dictadura cívico militar que comandaba Videla. Al empresario textil Moisés Annan, presidente entre 1978 y 1980, de fluida relación con los militares, no era necesario apretarlo en ninguna catacumba, según las costumbres de la época. Ciertamente, no da el perfil del perseguido.
Como tantos clubes, San Lorenzo padeció la traición de algunos de sus dirigentes, gente mucho más aplicada al desguace del Gasómetro que cualquier funcionario de facto. Por lo demás, a la vieja cancha, inaugurada en 1916, se la consideraba anacrónica desde los años sesentas o antes. Y el desplazamiento hacia un escenario más moderno no siempre se barajó como una alternativa vergonzante sino como una apuesta modernizadora. Sin perjuicio, claro, del orgullo inmortal por esa bella construcción de hierro y madera que alguien bautizó, acaso con excesivo amor propio, “el Wembley porteño”.
A casi 40 años del último partido, el barrio de Boedo ha sufrido transformaciones. Su paisaje, su vida cotidiana, su identidad –para seguir en tema– difieren sensiblemente de aquel mundo agitado por los partidos del domingo. La vuelta al pago, antes que la reapropiación de un patrimonio cultural, sería un vano intento de regresión. El desembarco inoportuno en un barrio que ya es otro. Fortalecer la identidad no es lo mismo que ignorar el tiempo transcurrido.
Es como si River quisiera regresar a La Boca o Chacarita a Villa Crespo, por mentar sólo dos casos de clubes importantes que, como tantos, han sufrido el nomadismo sin que se afectara la lealtad de sus seguidores, ni el crecimiento institucional, ni la expansión del amor deportivo incluso a escala nacional. Clubes que refundaron territorios. Que no podrían convertir el pasado en un proyecto sencillamente porque ya no son lo que eran.
¿Qué ocurriría si un particular que vendió una propiedad, acuciado por las deudas, volviera luego de cuatro décadas para que se la “restituyeran”? ¿Estaría la legislación de su lado? ¿Bastaría un inciso en el que se hablara de la función social del predio para que le hicieran una norma a su medida? ¿Tendría que ser un famoso animador de la televisión, con incidencia en el ánimo electoral, para que lo favorecieran con la excepción? ¿O la simple mención de la identidad alterada por la mudanza alcanzaría para unificar opiniones en su favor?
Quizá la vecindad de una villa impide que algún hincha –los dirigentes, por caso– cedan a un nuevo arraigo. El domicilio actual tal vez choque con ciertas aspiraciones e inhiba la sensación de estar en casa. Apenas a unas cuadras del viejo barrio. Edificar un estadio, otro, sería una terapia carísima para aliviar esa fobia de clase.