Todos están locos por Matías Kranevitter y no es para menos. Dicen que Ramón Díaz, antes de lanzarlo a las tórridas arenas de la Primera, lo pulió como a un mueble encargado por el Vaticano. Le sumó panorama y reflejos para presionar. Lo corrigió y aumentó. Quizá sea parte de la mitología que alimenta el riojano (de hecho, no debutó con él sino durante el fugaz interinato de Gustavo Zapata), pero lo cierto es que el volante de River, de apenas 22 años, ya es un crack hecho y derecho. Si estas líneas no lo mufan, hoy a la noche tendrá la posibilidad de obtener una enorme recompensa por este paciente ascenso hasta la cima.
Raro. El tucumano no es de esos futbolistas que lucen por sus destrezas prodigiosas. Su habilidad es, digamos, moderada. Tampoco es de esos caudillos vocingleros y exagerados que intentan suplir su técnica escasa con una sobreactuación de coraje y liderazgo. Por el contrario, es de un empecinado silencio y una contención expresiva propia de alguien concentrado hasta la obsesión. Y completamente ajeno al ruido de las gradas; a las lisonjas y los insultos.
Creo que se concentra tanto porque de otro modo no podría ejercer sus dones telepáticos. Kranevitter sabe siempre dónde va a ir el pase del rival. Por eso intercepta la pelota sin que parezca un esfuerzo. Achicando el recorrido, improvisando una geometría personal. El partido de ida por la final de la Libertadores, en Monterrey, fue una demostración constante de estos atributos psíquicos. Aunque los comentaristas optaron por señalar a Maidana –que jugó bien, no lo discuto– como gran destacado.
Con un mediocampista central de sus características, Gallardo podría renunciar al doble cinco y liberar un puesto para la gestión creativa. Kranevitter, como los antiguos volantes tapones, se las puede arreglar para hacer estrecho lo que parece ancho.
Similar racionalidad y mirada estratégica demuestra una vez que toma la pelota. Ese primer pase del equipo –como ahora le dicen– suele ser de claridad científica, promesa de una acción que progresará fluida, si el resto de las piezas se acoplan al movimiento inicial.
Sé que es una moda. Pero, con un mediocampista central de sus características, Gallardo podría renunciar al doble cinco y liberar un puesto para la gestión creativa. Kranevitter, como los antiguos volantes tapones, se las puede arreglar para hacer estrecho lo que parece ancho. Para llegar siempre antes donde parece lejos. O, si el enemigo avanza con pelota dominada, oponer astucia y atlética elegancia, y así vencer en el mano a mano.
Su perfil bajísimo, su modestia a pruebas de balas, no deben exaltarse como virtudes morales, aunque lo sean. Más vale no entretenerse en la supuesta ejemplaridad de los futbolistas. Lo que ofrece Kranevitter es una abismal ventaja táctica. El trato del tucumano con el equipo es solidariamente asimétrico. Aguanta solito por el beneficio general. Lo da todo, sin reclamar nada. Como un amante devoto.
En las antípodas del jugador de River, se alza Mascherano. Un hombre que frecuenta el mismo puesto, tiene alta exposición y es emblema del sacrificio. Sin embargo, concentró sobre sí mismo la atención colectiva de la Selección durante el último Mundial. Si bien fue decisión del entrenador y no del gran caudillo, el equipo (Messi incluido) se inmoló por Mascherano. El sacrificio, literalmente, lo hicieron los demás. Y el que, según las credenciales, debía entregarlo todo, se quedó con todo. Se invirtió la ecuación. Hasta el día heroico de Chiquito Romero, el reconocimiento mayor fue para Mascherano, que ni siquiera pateó un penal, sólo porque la cámara –qué casualidad– pescó su arenga predictiva.
Por personalidad, porque se debe a los otros (la modestia impone como prioridad prestar servicio), Kranevitter siempre mejorará los equipos que le toque integrar. Me gustaría verlo pronto en la Selección. Nos haría bien –en más de un sentido– su enorme talento silencioso.