Después de varios bodrios olvidables, un día el superclásico decidió vestirse de partido de barrio. Y si de potrero se trata la figura no podía ser otra que Carlos Tevez. ¿Figura? Crack absoluto. Para jugar él, para hacer jugar a los demás, para hacer mejores a los propios y para lastimar a los ajenos.

“Fue el partido que más libre me sentí”, contó Carlitos después. Y eso fue lo que se vio: a un tipo libre, feliz en la cancha, tomando siempre las decisiones correctas, haciéndose imparable para cualquiera que quisiera marcarlo, asistiendo y definiendo.

El amague a Ponzio y el engaño a tres rivales más ante la sospecha de un pase a Peruzzi que nunca sucedió fue el comienzo del recital de Tevez. Después la corrida con el campo despejado y la lucidez para habilitar a Bou. Fue una muestra de recursos varios en una sola jugada y en menos de quince segundos. Ah, y un ratito antes ya lo había dejado solo a Pavón contra Batalla.

Con River desorientado y Boca más cerca del tercero que del segundo, de pronto se encendió D’Alessandro, el otro viejito atractivo del partido. Un pésimo despeje de Peruzzi se transformó en una asistencia para Driussi y, enseguida, Alario puso un 2 a 1 que diez minutos antes no imaginaba ningún hincha de River. El superclásico se volvía loco y fue una gran noticia para todos.

De repente la desorientación cambió de camiseta. A la vuelta del descanso era River el dominador, el que estaba más cerca de estirar la diferencia que de sufrir un empate. Pero Gallardo sacó a D’Alessandro, River se quedó sin fútbol y Tevez volvió del mini descanso que se había tomado. Otra gran habilitación que Pavón de nuevo desaprovechó fue el aviso de que ahí estaba, oliendo sangre. Y ahí fue, a pelearle una pelota a Batalla y a ganársela como se la habrá ganado a cien arqueros de Fuerte Apache: con astucia. Luego, el arco libre y el pase a la red.

Sin embargo, faltaba la joyita de la tarde, esa caricia a la pelota, esa caricia repleta de amor puro para que la pelota hiciera lo que Tevez quería: que le diera un beso al ángulo antes de meterse y provocar el delirio porque el superclásico se daba vuelta con una sola explicación: Carlitos, viejito y atractivo.