Se sabe que Viggo Mortensen es un pertinaz difusor de San Lorenzo. A veces al borde del disparate, ventila sus preferencias futbolísticas en ámbitos considerados impropios y que por lo general son tierra baldía. En Estados Unidos difícilmente cale alguna vez su prédica sobre el Ciclón, pero el tipo no pierde la oportunidad de hacer una propaganda compulsiva allí en el centro del mundo.
También ha demostrado su compromiso aportando a la vaquita para la vuelta a Boedo (más discretamente, el actor suele financiar emprendimientos artísticos más vocacionales que rentables) y mostrando su cara híper famosa en la cancha cada vez que pisa tierra porteña.
Hierático y reticente al show off que distingue a las estrellas del cine, Viggo se da este permiso extravagante, que casi todos toman como un rasgo folclórico. El tic de una celebridad que goza por tal condición de luz verde para comportarse como un fanático full time en cualquier parte.
En la última entrega de los Oscar lo hizo de nuevo. En medio del diálogo con un periodista local, en el prólogo de la ceremonia, desenfundó un escudito del Casla (jamás sale sin el cotillón, sería como salir sin las llaves de la casa) y dijo didáctico a la cámara: “San Lorenzo de Almagro, de Boedo, Argentina”. Metió tres locaciones en siete palabras, pero no creo que el público yanqui haya reparado en el abuso. “Vamos a ser campeones”, agregó enseguida.
Quizá por el entorno –la alfombra roja de Hollywood, el caldo frívolo y mercantilista del espectáculo en su versión más concentrada–, por primera vez me pareció que en esa gestualidad exagerada de Mortensen hay un sentimiento arraigado, una valoración del club de sus amores que pocos hinchas –no solo de San Lorenzo– podrían afirmar que comparten.
Quien haya visto actuar a Viggo (en Una historia violenta o en La carretera, digo dos al azar, siempre su interpretación es memorable, conmovedora en su economía de recursos, su austeridad de siempre), ha comprobado que el set es, literalmente, su espacio vital en el que sus personajes (él mismo multiplicado) se acoplan con fluidez. El espectador cree que allí no hay representación sino una realidad más intensa y estimable debido a que se trata de un relato creado por la cámara. Una ficción elaborada por artistas, algo genuino y confiable, a diferencia de ese mundo de apariencias mal llevadas que existe del otro lado de la lente.
Mi teoría –tan reciente como la entrega de los Oscar– es la siguiente: cuando Viggo no está en las películas, le falta al aire. No entiende –y sufre– esa fantasmal galería en la que ocurre la vida cotidiana. En especial, el gueto de las estrellas y sus sonrisas perladas, donde le ha tocado en suerte prodigar sus talentos. Entonces aparece San Lorenzo. Y el banderín, la camiseta o el escudo ofician de talismanes, herramientas con las que contrarrestar la inconsistencia de su lugar público. Su ser famoso. San Lorenzo, parece decirnos Viggo con su maníaca y solitaria campaña alrededor del planeta, es lo real. Ganar, perder, salir campeones o últimos, jugar la Copa o mudarnos de cancha son variables que sí merecen atención y desvelos. Ese amor desesperado –ese amour fou, como los del cine– le salva la vida. Le da quizá su principal sentido.