Concentrados en mirar el desastre que fue Argentina en el juego quizá no nos percatamos de un factor esencial: su rival no pudo ni siquiera empatarle. ¿Tuvo mala suerte? ¿Contó con ocasiones clarísimas que no plasmó en el marcador pese a su dominio? Más allá de alguna acción concreta (el tiro libre de Alexis Sánchez en el travesaño, por ejemplo) y de su evidente superioridad en la posesión del balón, habría que decir que no. Que no fue tan avasallador. Que no supo desnivelar en serio a un conjunto desorientado en defensa, sobre todo en el primer tiempo. Que no fue el Chile que acostumbrábamos ver, porque ha perdido levemente su esencia.
Si antes era un equipo orgánico, en el que cada movimiento tenía sentido y estaba coordinado como parte de un todo (pienso con la cabeza y muevo un pie), ahora todo se ve bastante forzado, con un regusto artificial, como si en lugar de tener un poco de azúcar el conjunto transandino estuviera sazonado con edulcorante.
Posiblemente influyera la resonante ausencia de Arturo Vidal, pieza clave por despliegue para unir líneas de ataque y defensa. O la no tan resonante falta de Marcelo Díaz, cuya importancia es más subrayada por los técnicos que por la prensa. Pero para ir al fondo del asunto habría que viajar un poco hacia atrás y entender que Chile, de a poco, viene jugando cada día un poquito peor. Y según la opinión de quien escribe, tiene una posibilidad bastante grande de quedarse afuera del Mundial. Si aún están digiriendo esa última frase, sumen ésta al puchero: “Y la culpa es básicamente de su entrenador”.
Para graficar este concepto -permítanme una digresión- me gustaría referirme a mi aprendizaje del idioma francés durante la escuela secundaria. Les ruego un poquito de paciencia, y verán que tiene relación.
Durante mi cursada del secundario, tenía que aprender una lengua extranjera de manera obligatoria. Era evaluado numéricamente, del 1 al 10, con exámenes trimestrales. Es decir que al terminar el año contaba con tres notas. Esas calificaciones tenían que arrojar un promedio de 7 para que yo pudiera aprobar. En segundo año, mi primer trimestre de francés fue lisa y llanamente un desastre. Básicamente no entendía nada: gracias a la providencia, me saqué un 5. Y recurrí a una profesora particular.
La señora en cuestión era una maravilla. En un par de semanas hizo milagros con mi comprensión y mi fluidez. El segundo trimestre me encontró con un 7 bien plantado. Continué con las clases hasta fin de año y cerré todo con un 10 que fue un alarde. Incluso me sobraba un punto para lograr el promedio deseado.
Terminado ese ciclo, consideré que ya no necesitaba clases particulares. Con lo que sabía, estaba claramente por delante en cuanto a conocimiento de lo QUE precisaba para ser evaluado en el colegio. Mi aprendizaje me debía alcanzar sin problemas para seguir adelante con la cursada. En tercer año, arranqué luciéndome con un 9. El segundo trimestre ya no estuve tan sólido y me saqué un 6. Todavía tenía algo de margen, pero en el último examen obtuve un lapidario 4 que me llevó inesperadamente a diciembre.
Entendí demasiado tarde que no debí haber dejado a mi profesora particular, a quien volví a contactar para rendir –y aprobar- el examen de verano.
Bueno, hagámoslo bien corto. Chile tenía un fútbol que había pasado de las dudas a una nota muy cercana al 10 en base a un muy buen profesor, Sampaoli (acaso dos, si contamos a Bielsa). Pizzi llegó y consideró que no había que cambiar nada, o casi nada. Que alcanzaba con lo ya aprendido. Y mantuvo el statu quo durante una Copa América que, para colmo, ganó. Pero la merma en el rendimiento fue evidente incluso en ese torneo. Pasó del 9 por impulso a un aprobado justito, y ahora que ha pasado el tiempo está empezando a notarse que no entiende un pomo de francés.
Los pocos cambios que hizo no parecen favorecer al equipo, sino perjudicarlo, sobre todo en la ofensiva. Valdivia ya no es un titular fijo, pese a que la Roja necesita a alguien de sus características que pueda desempeñarse en ese esquivo puesto que Sampaoli dio por llamar “nueve y medio”. Fuenzalida de extremo derecho es un invento que pudo haber funcionado eventualmente, pero no tiene lógica como sistema, sobre todo porque encastra a Vargas por el medio y tira a Alexis demasiado por la izquierda. La falta de movilidad le resta sorpresa al ataque, que a veces explota muy bien las bandas sin saber cómo lacerar por el medio. Sumado a esto, Isla ataca menos porque tiene más obligaciones defensivas, lo mismo que Beausejour. Y Aránguiz… bueno, no sabemos bien qué le pasó a Aránguiz, pero algo le pasó.
El rendimiento de los jugadores, que salvo honrosas excepciones siempre fueron más en seleccionado que en sus clubes, han caído a plomo. Y es lógico: difícilmente se mantenga ese nivel si los futbolistas no tienen en el banco de suplentes un percutor fuerte de las ideas que los llevaron hasta donde supieron llegar. Pizzi no parece ser esa persona. Se notó, por ejemplo, en los cambios que llevó a cabo contra Argentina: hiperofensivos, sí, pero a destiempo e ideales para reorganizar con referencias (como Castillo) a una defensa que tenía problemas para controlar a los rapiditos del costado.
Venezuela no parece el mejor escollo para medir a este Chile todavía potente. Pero hay una señal de alarma, y no está específicamente relacionada con los resultados. Chile necesita, digamos, un profesor particular que entienda los defectos a corregir. El problema no es el alumno, ni la materia: es la capacidad del profesor. Pero tiene que cambiar algo. Rápido. Incluso cambiar algo para volver a ser lo mismo que era. Si no lo hace, puede quedarse sin Mundial. Y ese dolor no se curaría ni con dos Copas América.