La imagen se resume en un aplauso, una ovación, una sonrisa: Romagnoli se va en medio del griterío, en el clásico, como héroe, como amado, como cuervo, como goleador, como figura y como hombre feliz porque supo quedarse, en aquel otro momento que su destino parecía –estaba- arreglado en un país limítrofe.
Se quedó, nomás. Presintió algo, y se quedó. Sintió algo, y se quedó. Supo algo, y se quedó. Aunque parecía imposible. Pese a la guita tentadora que venía de Brasil. Pese a que podía ser su última oportunidad para juntar un mango afuera.
Eligió San Lorenzo, para ser el Pipi, porque era más feliz. Resultó un gesto conmovedor porque tuvo pinta de sincero, porque pareció creíble. El muchacho priorizó quedarse en su club: eligió la comodidad cotidiana, un gesto de humanidad, apenas, valor que suele estar bien abajo en la escala del profesionalismo futbolístico. Y hasta el último fin de semana parecía una decisión con poco premio.
Unos meses después de manifestar su voluntad de permanencia, jugó menos de lo que deseaba, estuvo lesionado, vio un bajón futbolístico del equipo e incluso se perdió la primera parte de lo que seguramente fue uno de los partidos más esperados de su vida: la final del Mundial de clubes contra Real Madrid.
En ese juego pisó la cancha cuando las cosas estaban más o menos definidas y con pocos minutos demostró que sólo una cuestión física justificaba dejarlo afuera de ese partido.
Seguramente no fue fácil. Seguramente se habrá preguntado si tomó la decisión correcta. Seguramente habrá pensado que su gesto reclamaba otra respuesta colectiva, otro reconocimiento, más gloria: quién sabe. Era cuestión de esperar.
Y llegó justo Huracán, después de tanto tiempo. Y llegó justo un gol, después de tanto tiempo. Y llegó justo esa pasión desaforada para comerse el estadio con la boca bien abierta, y la camiseta sacudida a base de victoria, en un partidazo.
Fue un placer ver ese momento de alegría. Fue un privilegio. Fue un acto de justicia. Ese gesto de amor tan raro que tuvo hace unos meses, ese elegir quedarse, ese mimo a los colores, esa declaración de dónde estaba su hogar debía ser recompensado con una tribuna llena agitándose a su ritmo.
Romagnoli se moría de ganas de besarse el escudo y de tener un momento así. De gritar con furia para la gilada propia y ajena que lo declaraba, lo declaró, lo declara hincha del clásico rival.
Las pelotas.
Puede ser (y lo ignoramos) que haya gritado por el Globo cuando era pibe, pero a quién le importa, a quién puede importarle. Tantos años pegado a un club, y estos meses queriendo quedarse, y ese gol de clásico, y esos títulos de siempre y ese grito de la hinchada lo hacen automáticamente de San Lorenzo.
En días como el domingo, Romagnoli y Boedo se pertenecen mutuamente. Se merecen.
Un día como el domingo, miles de tipos y un tipo, con su ida y vuelta, con su gratitud recíproca, con su cariño común por algo que los trasciende, nos hacen dar cuenta de qué significa realmente, de cuánto vale, de cuánto rinde y de cuánto conmueve algo tan silencioso como la fidelidad.