Aborté por propia voluntad y en la clandestinidad cuando tenía 18 años. Con mucho gusto le puse fin a la pesadilla de un embarazo gestado con mi primer compañero sexual; un tipazo que de vez en cuando me daba un castañazo porque usaba la pollera muy corta o porque detectaba que mi mirada se desviaba hacía algún lugar que le molestaba.
Cuando por fin logré darle fin a esa relación, al cabo de un mes, el Evatest nos sorprendió a mí y a mi amiga Julita en el baño de su casa. Entre algunas amigas hicimos una vaquita y marchamos juntas en bondi a hacer los estudios correspondientes.
La operación se desarrolló en un chalet ochentoso de la avenida Ugarte, una tarde calurosa de marzo. No me voy a olvidar jamás la voz del médico diciendo “contá hasta 10”. Y decís 1 y ya no te acordás de nada.
Me desperté de la anestesia con la certeza de haber transformado mi destino. Con la fortaleza de quién elige algo bueno para sí misma. Pero no había nada auspicioso en esa emoción. Por la configuración cultural de aquel momento, hace más de 20 años, estaba mal decir que una estaba contenta por la decisión tomada. Se esperaba de mí la tristeza. Se esperaba de mí que irradiara la imagen de quien había recibido su merecido, luego de haber ejercido la promiscuidad irresponsable de la adolescencia. Así que asistí al show que me tocaba y desempeñé mi rol acorde a las circunstancias. Incluso, me lo creí y me convencí de que estaba triste.
Mi madre me enseñó desde temprano que era más fácil volverse loco que ser feliz. A mí y a cualquier mortal le toma cinco minutos entregarse a la oscuridad. En cambio, es un trabajo arduo y cotidiano conectar con el deseo y encender la máquina.
Por mi origen de clase media privilegiado, por el universo que me rodeaba, asumí que mi aventura en el quirófano debía mantenerse en secreto. Y sólo salir del closet cuando estuviera frente a otra mujer que hubiese padecido el mismo mal trago. Gracias a la cobardía acomodaticia de los proto humanistas que juzgan y cuestionan desde siempre y con hipocresía el derecho legitimo a elegir cuándo ser madres, si es que algún día queremos serlo; mantuve mucho tiempo mi anécdota en la sombra. Durante rato largo el sentido común berreta de la época me quiso hacer creer que debía sentir vergüenza. Nunca me convencieron, porque siempre fui una mujer muy necia, pero sí sobrevoló arriba de mi cabeza la humillación de alguien que hizo algo que está mal y mejor no hablar de ciertas cosas.
Más tarde, la vida (no los embriones) que es un misterio indescifrable, me trajo otras experiencias llenas de aprendizaje. Con mi compañero actual perdimos un embarazo y muchos fantasmas se activaron con el poder de un quitamanchas. La culpa, la profecía autocumplida, “esto pasa por lo anterior”, etc. Una vuelve a atravesar y a masticar el bolo de esta cultura infame. Y para poder cagarlo y tirar el botón hay un solo método posible: confiar en nosotras.
Después llegó nuestro Fidel. Esta vez sí, la expresión máxima de un deseo íntimo –aunque no por eso, no configurado también desde la cultura– que se desató en mis propios términos y bajo mi propia ley. Como debería ser siempre.
Mis hijastras, sabias representantes del futuro que llega, trajeron con ellas la resignificación de cualquier huella del “trauma” y el pañuelo verde. Es hermoso practicar la matemática del amor. Otra operación que transforma cualquier pozo en el camino a través de la comprensión y la risa. Ahora me voy de mambo. Le cuento que aborté hasta al verdulero de mi barrio. Como quién quiere echar a correr la perdiz, como quien quiere militar la simpleza de las cosas que nos pasan a todas. Como la que desea suavizar el camino de la que viene atrás.
Plantemos esa bandera. La nuestra, la que puede inspirar algo bueno a la que está al lado. Tachemos y volvamos a escribir si nos damos cuenta de que estábamos equivocadas. Enunciémonos como sujetos capaces de impactar y reproducir en los demás la comprensión y la empatía. No digamos más “en mi época pasaba tal cosa”. Ésta es nuestra época. Así que arranco yo: no me interesa caerle bien a nadie, soy monógama, amo a mis amigas, soy madre de Fidel, madrastra de Niki, Luli y Fran y de todo aquel a quien respete y precise que lo cuide y le brinde mi protección. Me gusta la cintura alta y el whisky, soy kirchnerista y casi siempre digo la verdad. Me interesa especialmente cuestionar el mundo y mi mundo particular que es dinámico, desde un lugar político que abarque la poesía que es esta vida. Porque me interesa especialmente tener una vida que valga la pena ser vivida. Con un poquito de anestesia de quirófano o de la que sea, si hiciera falta, pero siempre, siempre aferrada a mi verdad, que es mi libertad. Que es lo único que tengo.