Se cumplen 20 años de Olé. Y como en cada fundación de un diario hay decenas de historias para contar. De todo tipo. De las virtuosas y de las otras.
Todo comenzó allá por octubre de 1995, cuando el periodista Ricardo Roa, quien por entonces era el responsable de la sección deportes de Clarín, me dijo que el Grupo quería imponer en el mercado un diario deportivo. Hacía un año aproximadamente, Aldo Proietto, quien dirigía El Gráfico, me había convocado a una reunión por la misma razón. Después de un par de entrevistas, finalmente tomé la decisión de quedarme en Clarín por cuestiones económicas.
En aquella oportunidad Roa dijo: “Ahora hay que seguir adelante. No vuelvas a pensar que estuviste a punto de fundar un diario. Es algo que tenés que sacarte de la cabeza porque nunca vas a saber qué hubiera podido pasar…” Le hice caso. Me olvidé. Pero un año después, el azar, la fortuna o vaya a saber qué combinación rara del destino, me encontraba otra vez frente al inmenso desafío profesional de hacer un diario.
Después de reunirme con Roa, le comuniqué qué equipo trabajaría conmigo en el proyecto. Elegí a Alejandro Piqui Caravario, que en ese momento escribía notas en la Segunda Sección de Clarín y que había estado deportes durante casi una década, y a Alejandro El Polaco Prosdocimi, quien había ingresado a Clarín hacía tres años para hacer las coberturas del paddle y que ya estaba pisando fuerte en el área tenis. Roa me miró extrañado. “¿Seguro?”, me preguntó. Dudaba por la juventud de Piqui y del Polaco y porque, además, sabía que eran mis amigos.
Yo no tenía dudas. Si había que ponerse a pensar en un diario, nada mejor que dos periodistas jóvenes, talentosos, innovadores, a quienes yo admiraba y, además, con los cuales me unía una empatía especial. Si debíamos avanzar en poco tiempo, como Roa lo hizo saber, había que sacar de en medio toda la maleza que complicara el paso sostenido y continuo del proyecto.
Con el equipo armado, que se terminó de cerrar en una cena en La Brigada, en San Telmo, sólo quedaba ponerse a trabajar. Desde cero. Si muchas veces se habla de la angustia del periodista ante la hoja en blanco, ni que contar de la angustia de tres jóvenes (yo era el veterano con 34 años, Piqui tenía 32 y Prosdo 27) ante la inmensa posibilidad de imaginarnos un diario deportivo.
Roa armó un operativo insólito. Alquiló una habitación en el Hotel Intercontinental de la calle Moreno, dijo internamente en Clarín que los tres nos retirábamos de la edición diaria para trabajar en el rediseño de la sección deportes y nos dio sólo una directiva: el trabajo empieza el 1° de diciembre y debe estar terminado el 31. “Tienen un mes para darme el proyecto concluido”, dijo. Y se desentendió del asunto. Y allí fuimos los tres.
Como primera medida pedimos diarios deportivos españoles e italianos para saber de qué estábamos hablando. Y después de un par de días de análisis, ya teníamos perfectamente claro para qué lugar ir. Fue una extraña sintonía de trabajo, de esas que pocas veces ocurre. Parecíamos los sobrinos del Pato Donald. Mientras iban y venían los room service, uno se sentaba en la computadora mientras los otros dos aportaban despatarrados en los sillones. Alguien arrancaba con una idea y lentamente se iba a armando con el aporte de los otros dos. Es muy difícil, o por lo menos para mí lo es, decir a quién se le iba ocurriendo cada cosa. El lenguaje del diario, más cercano al del hincha que a lo solemnidad del periodismo de aquel entonces (recuerdo que en la redacción se definiría meses después como “El registro Olé”), las síntesis de los partidos ampliadas, los comentarios evitando las crónicas duras tan habituales, los medalleros y tantísimas otras piezas que le daban alma al diario y que las fuimos elaborando pacientemente como si fuera un rompecabezas.
El corazón de Olé era una variante periodística que definimos como “sensacionalismo riguroso” (¡gran oxímoron inventado por Roa, démosle el crédito!). Es decir, tomar un tema insignificante y exprimirlo hasta el hartazgo. Temíamos que iba a ser imposible llenar un diario de 40 ó 60 páginas sólo con informaciones deportivas y por eso desculamos ese yeite: si en un diario generalista un entrenamiento de un equipo ocupaba un recuadrito, para nosotros esa misma información debía estar en dos páginas. La consigna era contar todo lo que nos pareciera relevante; y lo irrelevante también. Era importante cómo un entrenador paraba al equipo durante una práctica pero también lo era el color de los botines de un jugador o si alguno tomaba una gaseosa en lugar de agua o si algún jugador durante la práctica de fútbol remataba tres veces al arco y sus tiros salían desviados o se convertían en goles. Era una especie de amarillismo alegre, quilombero, pero con respaldo informativo. Exagerar y sobrevender pero con rigor y datos, sin mentir ni operar. Batir el parche a morir con informaciones que por ahí otros minimizaban y que, bien adobadas, en Olé se convertían en un gran producto. Hay ejemplos de esto. Tomo dos. Fueron frases dichas en conferencias de prensa que para muchos pasaron inadvertidas pero que Olé las transformó en máximas periodística que perduraron en el tiempo. Una fue cuando Latorre salió de la práctica y dijo “Boca es un cabaret”. Nadie le dio bola. Para Olé fue el eje de una cobertura que se extendió por semanas. La otra fue aquella frase de Passarella que decía: “La pelota no dobla” en la altura. Para todos pasó de largo. Olé la convirtió en un asunto de Estado. Como se ve, pavadas. Pero que periodísticamente eran oro en polvo para la atenta mirada de nuestros periodistas y para la posterior edición que se hacía en el diario.
Nuestra brújulas para idear el registro del diario fueron el sensacionalismo entre tilingo y paquete de Página 12, los chimentos de Ámbito Financiero, el desparpajo de Crónica y Diario Popular y, básicamente, en el tono de la mítica revista Humor. Todo debía estar condensado en Olé. En un diario que se ocupara de lo que para Pep Guardiola es lo “más importante de los menos importante”: el fútbol, el deporte.
Finalmente y contra reloj, el 31 de diciembre teníamos el proyecto terminado y el desarrollo de cuatro diarios: uno de lunes, uno de miércoles, uno de viernes y otro de sábado. Con esos cuatro ejemplos, creíamos, abarcábamos todas las posibilidades habidas y por haber.
El del lunes tenía el despliegue de la fecha de fútbol y de la actividad del polideportivo. El del miércoles era un diario estándar, de la semana. El del viernes tenía anuncios de ascenso y polideportivo y empezaba con la actividad deportiva. Y el del domingo contenía el ascenso, el polideportivo y los anuncios de primera división. Por aquellos años, vale decirlo, la actividad estaba más concentrada en los fines de semana.
LO MÁS DIFÍCIL
Roa comenzó a actuar entonces con su maestría habitual para hacer lobby. Trabajó para convencer a los dueños de Clarín de la viabilidad del proyecto y defendió cada una de nuestras propuestas. Unos días después, Caravario viajó a Barcelona para hacer el primer diseño del diario, mientras Prosdocimi y yo nos reincorporamos a nuestras tareas en Clarín. Todo se hacía bajo el más estricto secreto.
A fines de enero regresó Piqui de Barcelona con las primeras páginas impresas. El naranja de los títulos nos hizo estremecer al Polaco y a mí cuando lo vimos por primera vez. Jamás imaginamos que de aquellos bocetos saldría el sello distintivo que acompañaría a Olé durante estos 20 años.
A los pocos días, Roa y Toni Cases (el catalán que diseñó Olé) hicieron una presentación frente a los dueños de Clarín y el proyecto entró en cuenta regresiva. Estábamos a mediados de febrero y se planeó su salida para la primera quincena de mayo. Teníamos tres meses para montar una redacción, contratar y capacitar a los periodistas, aprender el nuevo sistema de publicación, armar una campaña de lanzamiento y salir a la calle.
Roa se cargó la obra de la redacción y la campaña de lanzamiento. Para Caravario, Prosdocimi y para mí quedó el trabajo de entrevistar y contratar gente y, además, llevarnos de Clarín a todos los profesionales que creyéramos que podían servir para el proyecto, aunque aquí teníamos un condicionamiento: no podíamos resentir la estructura de Clarín, no debíamos reclutar a nadie considerado vital por su jefe. Poco a poco se fueron sumando a nuestro equipo de trabajo Jorge Trasmonte, Marcelo Nogueira, el editor de fotografía Jorge Durán y los diseñadores Martín Marotta y Jorge Doneiger.
Pero a medida de que avanzábamos en el proyecto, empezábamos a comprender que aquella ambición de tener presencia en todas partes chocaba contra un asunto fundamental: los costos. La empresa no estaba dispuesta a contratar la cantidad de editores y redactores necesarios para llevar adelante semejante diario.
Y allí comenzaron las cuestiones de las que hoy, a la distancia, por lo menos quien firma esta nota, no se siente orgulloso. Corrían mediados de los 90 (es decir pleno reinado de Carlos Primero) y la precarización laboral de la mano del neoliberalismo era moneda corriente. El trabajo escaseaba y las oportunidades eran pocas. Así fue como se crearon acuerdos con las escuelas de periodismo para tomar pasantes que cubrieran los entrenamientos y los partidos del ascenso, en condiciones muy desventajosas para ellos. Otro de los puntos culminantes fue que tampoco los editores dábamos abasto para editar entre 40 y 60 páginas por día, por lo que implementamos una nueva categoría jamás incluida en el Estatuto del Periodista: “el torquedita”, es decir el redactor que editaba. Así fue que, más por necesidad que por decisión, las diferentes categorías se fueron diluyendo y todos hacíamos un poco de todo. O sea, ocurrió algo que sería muy bueno para una cooperativa, pero que era pésimo negocio para los periodistas teniendo en cuenta que el nuevo diario era solventado por el Grupo Clarín.
Está claro que en una organización normal esto no debería ocurrir. Pero si algo pasó dentro de Olé en esos primeros meses de locura, fue que nada era demasiado normal. A punto tal que muchos habíamos perdido la noción de que trabajamos para una corporación y por momentos pensábamos que el diario era nuestro. No quiero exagerar, pero esto no sólo nos pasaba a los que estábamos en los puestos más altos de la pirámide; ocurría también hacia abajo. Se respiraba el compromiso más allá de lo que dijera el sobre de sueldo a fin de mes. Esto que se narró era maravilloso para potenciar el clima de trabajo, pero una pésima estrategia para contener los abusos de la patronal, que aprovechaba semejante locura creativa para recortar derechos que, luego, serían muy difíciles de recuperar.
PESE TODO
A los tumbos, a los tropezones fuimos avanzando. Capacitando a la gente, aprendiendo a usar el nuevo sistema (complicadísimo) y sacando y editando página a lo pavote. Entrábamos a las 10 de la mañana y nos íbamos a la medianoche, destrozados, con los nervios de punta pero con una adrenalina incontenible en el cuerpo. Desde Roa hasta el último pasante, todos se arremangaban para solucionar cada uno de los problemas que se presentaban.
El miércoles 16 de mayo se decidió hacer una prueba en tiempo real, para ver si estábamos en condiciones de sacar el diario. Jugaban San Lorenzo y River por la Copa Libertadores, el primer partido por los cuartos de final. Fue una catástrofe. Eran las 4 de la mañana y no dábamos pie con bola. No podíamos cerrar páginas, todo estaba desmadrado y el trabajo que habíamos hecho para tener las cosas en orden se fue al carajo. Ese día parecía el final.
Sin embargo, al día siguiente, Roa comandó una reunión de autocrítica, se atacaron los puntos fundamentales del fracaso y se decidió que el diario iba a salir a la calle sí o sí el jueves siguiente, el 23 de mayo, cuando se jugara la revancha entre River y San Lorenzo.
Los ajustes que se hicieron durante esos seis días ya forman parte de un magma que se mezcla en la mente. Casi por arte de magia, los planetas se alinearon y una semana después todo estaba en condiciones para que el diario naciera de una vez por todas para los lectores.
Y así fue nomás. Ese 23 de mayo, en medio de una fiesta periodística y fraternal que jamás volví a experimentar en mi vida, Olé fue publicado. Salió. El milagro se había hecho. Lo que Roa había imaginado hacía siete meses, lo que Piqui Caravario, el Polaco Prosdocimi y yo habíamos elaborado durante meses y lo que cada una de las personas que se fue sumando al proyecto había puesto de sí para que un nuevo diario ingresara al mercado, se había hecho realidad.
Olé había nacido. Para bien y para mal. Para bien porque sirvió para cambiar drásticamente la manera de ver el deporte desde la prensa escrita y para mal porque muchas veces cometí (y cometieron los que siguieron en el diario más allá de mayo de 1999, cuando me corrieron de mi puesto de secretario de redacción) errores que potenciaron esto que hoy conocemos como pasión o cultura del aguante, algo que tanto daño le hizo a la sociedad en la última década.
Olé fue en cierto sentido una mezcla de oportunismo empresarial para aprovechar un nicho que extrañamente permanecía vacío y una patriada de un grupo de periodistas jóvenes que, equivocados o no, le pusimos el cuerpo a un proyecto ajeno pero que sentíamos como propio.
Nadie que haya estado en esa redacción aquella mítica noche del 22 de mayo de 1996 podrá olvidar lo que allí ocurrió cuando se cerró la última página. Pasaron 20 años. Y el recuerdo permanece inalterable pero sin un solo dejo de nostalgia. Fue maravilloso. Irrepetible. Único. Mágico. Desgastante. Arrollador. Inspirador. Y hasta traumático. Pero que ya se fue. Ya lo dejamos ir. Y hoy lo podemos recordar con la suficiente distancia como para celebrar los aciertos y lamentar los excesos y errores de un momento de la vida que ya no volverá. Casi podría decir, por suerte.
- Esta nota está dedicada a la memoria de Juan Zuanich y del Topo López.