Madrid, 1936. Alejandro Campos Ramírez, un joven gallego oriundo de un pueblo llamado Finisterre -del latín finis terrae, el fin de la tierra- deambula por las calles de la ciudad y presiente que sus deseos tal vez estén a punto de cumplirse. Alguna vez soñó con ser un gran arquitecto y aunque sólo llegó a trabajar de albañil, su verdadera vocación es la poesía. Consigue un empleo que lo hace feliz y de alguna manera lo acerca a ese universo bohemio de los artistas que admira: cadete en una imprenta. Se considera un idealista práctico, una especie de anarquista pacífico que aspira vivir, algún día, en un mundo en el que los hombres no necesiten ser gobernados por ninguna autoridad. En esa ensoñación se solazaba, cuando estalló en España la Guerra Civil.
Una bomba cayó sobre la casa en que vivía y quedó atrapado bajo los escombros. Malherido, fue traslado a un hospital en el que convaleció, cojo y con problemas respiratorios, durante un largo tiempo. Allí fueron llegando refugiados de guerra, mujeres y muchos niños mutilados que hicieron que su sensibilidad de poeta se activara. Años más tarde, en 2004, le contó a un periodista del diario La Vanguardia de Barcelona el episodio de su vida por el cual hoy lo recordamos.
“Era el año 1937. Me gustaba el fútbol, pero yo estaba cojo y no podía jugar… Y, sobre todo, me dolía ver a aquellos niños cojitos, tan tristes porque no podían jugar al balón con los otros niños… Y pensé: si existe el tenis de mesa, ¡también puede existir el fútbol de mesa! Conseguí unas barras de acero y un carpintero vasco refugiado allí, Javier Altuna, me torneó los muñecos en madera. La caja de la mesa la hizo con madera de pino, creo, y la pelota con buen corcho catalán, aglomerado. Eso permitía buen control de la bola, detenerla, imprimir efectos…”
Con todo acierto, el periodista catalán Víctor Amela observó que inventar un juego que logre neutralizar por un momento la ignominia de la guerra es como componer un poema con espacio y tiempo.
No fue el futbolín -así llaman al metegol en España- la única invención sensible del poeta: en una ocasión, enamorado de una pianista, pergeñó para ella un artefacto que permitía pasar las pentagramadas hojas de las partituras con sólo accionar un pedal.
Al finalizar la guerra, huyendo del franquismo, Alejandro se exilia en Francia. Más tarde sufre cuatro años de cautiverio en Marruecos y una vez liberado emprende su aventura americana y cruza el Atlántico. En Ecuador funda una revista de “poesía universal”. Vive un tiempo en Guatemala, donde perfecciona su futbolín y dobla la apuesta con un baloncesto de mesa, sin gran suceso. En México participa de la intensa actividad intelectual de la ciudad capital, se encuentra con su referente, el poeta español León Felipe, y se convierte en su albacea. Regresa a España en los años setenta. Ya es un exitoso editor y se hace llamar Alejandro Finisterre, fin de la tierra, principio de su vida.
Siempre le restó importancia al hecho de haber sido el creador del mundialmente difundido juego del metegol: “Bah…, de no inventarlo yo, lo hubiese inventado otro…” Consideraba -como Jean Cocteau- que “La poesía siempre es necesaria, no sé para qué, pero es necesaria”.
Murió en 2007, cuando los niños del mundo ya reemplazaban su invento por la Play. El poeta lo celebraba. “Yo creo en el progreso: hay un impulso humano hacia la felicidad, la paz, la justicia y el amor, ¡y ese mundo un día llegará!”
Nosotros, que junto a tantas otras generaciones fuimos beneficiarios directos de ese espléndido juego del metegol, fruto de la imaginación y la sensibilidad de aquel poeta, deberíamos prometer en su homenaje cada vez que juguemos, respetar y hacer respetar por siempre aquella regla -que más que regla es una obligación moral- de que no vale molinete.