El 13 de agosto de 1961, la mitad de los hinchas del Hertha Berlín quedaron separados de su estadio y de su club por un muro célebre, ése que dividió a una ciudad en dos ideologías pertenecientes a dos imperios. La cancha, ubicada en el Oeste capitalista, empezó a ser territorio prohibido para los habitantes de la República Democrática de Alemania, donde el poder era comunista. Esto, por supuesto, podría haber sido apenas un detalle más en una historia macabra si no hubieran existido hinchas lunáticos del sacrificio como Helmut Klopfleisch.

helmut kolpfleisch herthaLas historias de verdadera fidelidad son cosa del pasado, ya han sido escritas por los enfermos de distintos clubes a través de esos años en los que la información y la gente viajaban más lento. Ésta en particular se la debemos a Simon Kuper, que la publicó hace años en su libro Fútbol contra el enemigo. El paso del tiempo, sin embargo, no atempera su impacto. Ni la identificación con un muchacho que amaba a sus colores más allá de la lógica.

El bueno de Helmut era un loco del Hertha, pero terminó del lado equivocado tras la división nacional, separado de su club por un par de metros de concreto y una guardia bastante severa.  Nació en 1948 y tenía apenas 13 años cuando el muro fue construido, una edad propensa para estimular el fanatismo. Él, que era electricista y limpiador de ventanas en Berlín oriental, se alimentaba de noticias futbolísticas del Oeste gracias a la radio y a la televisión. Seguía a su equipo a la distancia con la pasión de siempre. De hecho, tenía una casa de verano en las afueras de la ciudad, a la que a veces se escapaba para disfrutar del fútbol lejos de la propaganda política que bajaba el aparato estatal.

Los primeros meses después de que se dividiera la ciudad, Klopfleisch y otros hinchas se juntaban a unos metros de esa frontera de cemento en cada partido de su equipo. Escuchaban los gritos que llegaban desde la tribuna. Cuando había ruido de aliento, ellos también alentaban para el lado del estadio. Imaginen la locura de una banda que saltaba y cantaba atrás de una pared que daba a otra pared donde se apoyaba una banda que saltaba y cantaba mirando la acción en vivo.

Los soldados que custodiaban el muro no dejaron que esa práctica se extendiera por demasiado tiempo. Más tarde el Hertha mudó su estadio hacia el extremo occidental de Berlín del Oeste y los hinchas ya no escucharon ni los cantitos que clamaban por su equipo.

Los primeros meses después de que se dividiera la ciudad, Klopfleisch y otros hinchas se juntaban a unos metros de esa frontera de cemento en cada partido de su equipo. Escuchaban los gritos que llegaban desde la tribuna. Cuando había ruido de aliento, ellos también alentaban para el lado del estadio.

¿Qué hacer entonces? Klopfleisch y otros armaron una sociedad de hinchas de Hertha. Ilegal, por supuesto, y perseguida de cerca por el departamento de inteligencia de Alemania Democrática, la famosa STASI.  “Nos encontrábamos una vez por mes –relató Helmut en el libro de Kuper-, nos registrábamos como un bingo y alquilábamos la parte de atrás de algún café. En cada reunión recibíamos la visita del técnico del Hertha, que cruzaba especialmente al  Este para hablar con nosotros. A veces también venía algún jugador o un directivo”.

Lo que parece fácil en el discurso no lo era tanto en la realidad. Incluso los reconocidos hombres de fútbol eran sospechados en sus viajes de ida y vuelta hacia el Este, y un DT tuvo que desnudarse una vez en la frontera.

En esas reuniones los entrenadores compartían información acerca del equipo y algún chisme del plantel con los hinchas. Inevitablemente, se iban encantados con ese fanatismo lejano. “Les pedíamos que mantuvieran las reuniones en secreto pero siempre escribían en el programa del partido siguiente que se habían reunido con unos fanáticos leales en el Este de Berlín”, recordó Klopfleisch.  Eso solía generarles bastantes problemas.

La STASI la tomó especialmente con Helmut, y empezaron a seguirlo hasta armar un archivo completo de todos sus movimientos durante la época. También monitoreaban lo que hacía su familia. Con el tiempo, Helmut empezó a canalizar su enemistad con el Este a través del fútbol. Arrancó por alentar a la selección de Alemania Federal y a cualquier equipo del Oeste que se enfrentara ante un conjunto del Este. Su casa estuvo de duelo cuando, durante el Mundial ’74, Alemania Democrática le ganó 1-0 al anfitrión occidental –con gol de un jugador que después escaparía hacia el Oeste-. Ese fue uno de los tantos partidos que Helmut miró por televisión. Sólo tenía permitido viajar dentro del bloque soviético, y se dedicó a acompañar a todos los equipos occidentales que jugaran en ese territorio. Su archivo fotográfico confirma que durante la época estuvo con Beckenbauer, con Rummenigge, con Boby Moore, con Bobby Charlton …

En tres décadas, hasta la caída del muro, sólo vio a Hertha jugar una vez, en Polonia, contra Lech Poznan. En aquella oportunidad, llevó a su madre con él y les dijo a los guardias que lo detuvieron en la frontera que visitaba la tierra natal de sus antepasados. Era mentira, pero lo dejaron pasar.  El viaje, como tantas otras cosas, aparece descripto en detalle en el archivo de la STASI.

helmut kolpfleischDespués de un traslado hasta República Checa para ver al Bayern Múnich, la policía secreta empezó a tener conversaciones cara a cara con Klopfleisch. Lo interrogaban para saber cómo conseguía entradas para los partidos y para entender por qué alentaba a equipos de la zona capitalista. No eran diálogos, sino reuniones bastante intimidatorias en las que se le permitía hablar sólo para responder preguntas: quién iba con él, dónde se quedaba. Helmut nunca logró entender exactamente qué buscaba la STASI. Sólo les pedía que lo dejaran salir de la República Democrática. Quería vivir en el oeste y ver a su equipo en paz.

La reacción de los servicios de inteligencia fue una restricción mayor. Empezaron a encerrarlo cuando jugaba algún equipo del Oeste en la Alemania comunista. Incluso lo detuvieron cuando un ministro británico visitó Berlín oriental.

En un partido entre Alemania Federal y Checoslovaquia, en el ’85, tuvo la mala idea de darle un oso de juguete –símbolo de la ciudad de Berlín- al entrenador germano Franz Beckenbauer. Fue arrestado, obviamente. Lo mismo sucedió antes del Mundial de México ’86, cuando envió un telegrama deseándoles buena suerte a los jugadores de ese mismo seleccionado. “¿Cómo puede desearle suerte al enemigo de clase”, le preguntaron. “El fútbol en esta parte del país no es mejor que el de Islandia o Luxemburgo, ¿qué quieren que haga”, replicó. De alguna manera, Klopfleisch no se daba cuenta de que estaba viviendo en un estado totalitario y todo castigo le llamaba la atención.

Poco después del Mundial,  pidió una visa para emigrar al Oeste. Tres años después, se la otorgaron. Pero la STASI había elegido el momento con cuidado: la madre de Helmut estaba muriendo. “Les rogué que me dejaran quedar un par de días más. Un médico me dijo que a mi mamá le quedaban apenas unas horas de vida”. “Unas horas, sí, sabemos. O se va hoy o no se va nunca”, fue la dura respuesta que recibió de la policía secreta.

Decidió irse. Cinco días después, su madre falleció. No lo dejaron regresar ni siquiera para su funeral.

El muro cayó meses después de que Helmut dejara su casa. El primer partido de Hertha con el territorio nuevamente unificado fue el 9 de noviembre de 1989. Era un duelo de segunda división y hubo 59 mil personas en la cancha. Todos los desterrados del Este habían vuelto al mismo tiempo. Klopfleisch fue uno de esos peregrinos, pero se desilusionó. “Cuando vivía en el Este pensaba que era un gran equipo”.

La última traición de su club fue invitar a todos los ex líderes comunistas y los jefes de la STASI al segundo partido tras la caída del muro. Al enterarse, Klopfleisch se dio de baja como socio del club. Sin embargo, siguió yendo a ver a su equipo. ¿Por qué? “Para mí siempre va a ser el único club de Berlín. Hay algunos que juegan mejor. Pero no son el Hertha”.